Hace unos días comencé a desempolvar minuciosamente papeles, libretas y notas de aquellos años cuando comenzaba a aprender las primeras letras y números. Cada uno me traía un recuerdo diferente, en especial de esos seres que a la distancia de los años se me antojan como ángeles guardianes, y cuya nobleza, profundo amor y saber contribuyeron a levantarme en la vida.
Ellos ocupan un lugar especial en la constelación de mis cariños, pues dejaron una huella importante en mi corazón. A veces he tenido la sensación de que nunca hubiera querido alejarme de ellos. Así decenas de nombres me vinieron a la mente y tuve ante mí a esos humildes hombres y mujeres que han sabido ganarse con su actuar el título de maestros, en el sentido hermoso y profundo en que lo resumió alguien que no lo fue menos, José Martí: «para ser maestro de otros, es necesario saber servir».
En días como estos pienso en mis profes, esos a cuyo lado percibí el verdadero significado de la amistad, la unión, la solidaridad, la alegría y la confianza. Han pasado algunos añitos y mi memoria guarda sus rostros. Unos que ya peinan canas y no han abandonado el aula como Violeta, María Balbina e Ileana; otros como Yaima y Mabel, crecida sobre su juventud para ofrecernos unas clases encantadoras.
Los recuerdo con la tiza y el borrador en mano, haciéndonos descubrir mundos deslumbrantes de teoremas, figuras geométricas, fórmulas físicas o químicas, corrientes hidrográficas, personajes y hechos históricos. O los que se hicieron dueños de las nuevas tecnologías, enfrascados en perfeccionar los programas educativos. A todos les ha tocado, en medio de circunstancias difíciles, enseñar, guiar, cultivar e instruir con rigor y ternura tanto el pensamiento como los sentimientos.
El magisterio de todos ellos nos hizo sentir que la escuela se convertía en nuestro segundo hogar, otro hogar donde nos ayudaron a formarnos como hombres de bien, como esos seres humanos que soñaba el Che. Quizá por ello nunca supe cómo decirles adiós cuando llegaba el momento de pasar de grado o de enseñanza, pues cada uno al irse dejaba una marca en el alma.
En cada momento de esos años, de tantos recuerdos hermosos y exclusivos, ellos se me aparecen: acampadas, talleres, encuentros de conocimientos y habilidades, competencias deportivas, pintura de murales, siembra en el huerto escolar, reuniones, almuerzos, o etapas enteras en la escuela al campo…
Siempre mi vida será un agradecimiento silencioso por cada minuto del tiempo de ellos, por sembrar conocimientos y valores, por tener una palabra de aliento en el momento preciso, por sus consejos, apoyo, cooperación, sentido del humor y la cofradía de cariño y humanidad en que convirtieron las aulas. Ellos, al igual que los profes de ahora, saben como el gran Silvio Rodríguez que: «No hacen falta alas/ para hacer un sueño/ basta con las manos/ basta con el pecho/ basta con las piernas/ y con el empeño».