De pronto, como si solo eso fuera posible en este momento de nuestras vidas, llovieron los anuncios de maternidad y paternidad. Así, oficialmente, quedamos empatados cinco a cinco en nuestro joven equipo con «las paridas» o «por parir», transformando las dinámicas laborales del resto.
Porque cuando se tiene una embarazada en la oficina, que nadie lo dude, las rutinas cambian. Verlas entrar así, lentamente, con sus hambres inusitadas y sus enormes barrigas a cuestas, transforma las maneras en que se entiende desde la productividad hasta la cortesía. Uno se sensibiliza, y se aprende a ser comprensivo, que no es lo mismo que blando.
Si eres un jefe joven, entonces ellas también te enseñan —entre certificados médicos, licencias de maternidad, y solicitudes adelantadas para los círculos infantiles— un nuevo significado para la palabra paciencia.
Aprendes, además, que a las embarazadas no se les presiona… porque se enojan por dos y hay que cuidarlas; no se les niega nada porque (además del tradicional orzuelo) puedes ganarte la antipatía grupal, y no hay que exagerar en las tareas porque sus tiempos y sus habilidades ahora se comparten con el deber de estar sanas y sin estrés…
Somos bombas de tiempo, pensé cuando la primera «víctima», Elena, llegó a la oficina con sus somnolencias, sus antojos y el notición de que Sofía nacería en septiembre. Luego cayeron otros dos, Elena repitió y ahora, a la velocidad que todo lleva, temo quedarme con la oficina vacía.
Es la edad, me digo como consuelo en tanto enfrento dilemas que los de más experiencia verán como nimios y yo, tan nueva en esto de trabajar como los míos, vaticino abismales… pero remediables: plazas desiertas por un año o más, sobrecargas laborales para quienes quedan, y la búsqueda de suplentes tan buenos, entusiastas y capaces como nuestras «bajas temporales». Una tarea ardua.
Pero ese es el sino de los equipos jóvenes, donde son tantas las ganas de hacer como las probabilidades de que en algún momento detengan sus carreras y opten por ser mamás y papás, hermosos estados del alma y el cuerpo que prolongan nuestros amores de una generación a otra.
No entiendo, por eso, qué le pasa a algunos de los nuevos jefes de ciertos negocios particulares que, en sus ofertas de empleo, privilegian puestos para mujeres no solo bonitas sino sin hijos ni compromisos, como si formar o tener familia fuera una carga.
Supongo que la reticencia a contratarlas se deba a experiencias laborales anteriores de estos cuentapropistas, quienes vivieron en carne propia los huecos que deja en la productividad de cualquier empresa pequeña o grande la licencia de una trabajadora o los apuros médicos como madres de niños enfermizos.
Lo que no pensaron, apuesto, fue en ser humanos. Han preferido reproducir los patrones excluyentes del mercado, donde solo la ganancia importa, y no las lógicas más éticas de lo profesional, esas que nos enseñan a todos desde la Primaria: tú vales por lo que sabes.
Y ahora más, porque ser bueno genera dividendos extras. Ser bueno, no bobo, implica que tus subordinados te respeten por lo que inspiras, cumplan porque aprecian tus principios de respeto hacia ellos como personas con derechos y apuesten más por la permanencia que por lo fugaz, algo que se aprecia en los modelos exitosos de negocios y que es posible sin discriminación ¿o no?