«¿La asignatura de Matemática pertenece al campo de las ciencias o al de las letras?», preguntó el presentador en el programa dominical, ese que se televisa antes del mediodía y tiene como protagonistas a dos equipos «tradicionales»: Elefantes y Hormigas. El niño, presa de las dudas, soltó un «Uhhh, ehhhhh… ¡al de las letras!».
No mucho después una coetánea suya fue sorprendida con otra interrogante aparentemente fácil: «¿Cuál era la profesión de Miguel Ángel?», inquirió el locutor y enumeró varias opciones. La niña siguió el hilo de su antecesor: «Eeee… ¡escritor!», una variante que ni siquiera había sido mencionada por quien animaba la competencia.
Ocho días antes en Juguemos, que se transmite los sábados por Tele Rebelde, apareció, nada menos que en una «final», otra escena desconcertante. Los tres equipos pifiaron cuando el moderador amplificó el sencillo cálculo: 9x9-9.
Hay más ejemplos de otros programas —y de la cotidianidad—, pero no hace falta enumerarlos todos para caer en la cuenta de que, cuando sobrevienen episodios como estos, algo nos está fallando en nuestro engranaje educativo.
Y no es que otra vez la emprendamos a críticas con la escuela, semilla de saberes, teorías y razonamientos. Claro, en ella recae un gravamen importante, pero nunca absoluto.
Tampoco vendría al caso escribir un tratado titulado «La culpa de la familia en el desconocimiento de los niños». Sin embargo, con tantos pasatiempos electrónicos de la vida moderna, no podríamos negar que muchas veces a los «grandes» el tiempo se nos está yendo en asuntos que nada tienen que ver con la historia, los libros, el arte y la enseñanza. Y tendríamos que preocuparnos cuando el reloj se nos gasta de ese modo.
¿Ir en contra de lo nuevo? No, por supuesto. Pero bien vale acotar que, incluso, en toda la inmensa marejada que nos traen las actuales tecnologías también hay entrenamientos, juegos y distracciones que están ligados al saber. Eso sí, casi siempre estos quedan por detrás de las bellezas latinas y de casos cerrados que poco aportan.
¿Cuántas veces en la semana ponemos en el regazo a nuestros hijos para leerles una fábula de Esopo, hablarles de los romanos y los persas, contarles de Martí, mencionarles algunas capitales o sencillamente preguntarles qué contenido nuevo aprendieron en el aula?
Muchos de nuestros progenitores —tamaña paradoja—, con aparente menos cultura que la de los padres actuales, solían, como regla, examinarnos los cuadernos, exigirnos al máximo por el rendimiento académico y soltarnos la frase hermosa que reza: «Saber no ocupa espacio».
Hace más de un lustro un destacado comentarista de este propio periódico, al reflejar el tema, sentenció que un niño no es el responsable de su desconocimiento y que «son otros quienes deben enseñarle, y hacerlo correctamente, con todo el tiempo y la paciencia del mundo». Por supuesto, no para formar un Einstein, pero al menos sí un individuo capaz de discernir algunos porqués elementales de este mundo.
Volviendo a la escuela, nunca estará de más revisar constantemente programas y métodos, analizar en qué lugar del camino están las mayores piedras y beber toda la savia buena del magisterio anterior.
Por cierto, en mi pequeña primaria del descolorido poblado de Cautillo Merendero solíamos enrolarnos cada mes en encuentros de conocimientos entre el grupo A y el B. Y aprendíamos un mundo y disfrutábamos la competencia hasta el frenesí. Ahora... no sé.
En cualquier caso, el optimismo es lo último que se pierde y sería necio renunciar a conocer lo mínimo de Miguel Ángel, lo imprescindible del cálculo matemático, lo esencial de la historia. O renunciar al sueño difícil pero no imposible de edificar una nación más libre, es decir, más culta.