Mi tío José había nacido en una aldea situada en las estribaciones de los Alpes italianos. Su padre poseía una panadería y un minúsculo pedazo de tierra. Cuando empezaban a madurar las uvas, los ocho hermanos montaban guardia día y noche para proteger las frutas del apetito de los pajarillos. Como en el cuento de El gato con botas, los escasos bienes paternos no prometían una herencia que garantizara el sustento de tan numerosa familia. Al igual que tantos otros italianos, José emigró a América siguiendo los pasos de mi abuelo. Hizo carrera en los negocios, pero nunca olvidó su origen campesino. Consagraba los sábados y domingos a cultivar su jardín, donde crecía un hermoso árbol de mamey. Un ciclón rajó el tronco verticalmente en dos mitades. Fácil hubiera sido derribar la planta. En cambio, luchar por su supervivencia era como salvar una vida. Un cinturón de hierro juntó las dos partes y durante muchos años pudimos seguir disfrutando de la espléndida fruta.
La anécdota me viene a la memoria al observar la saña con la cual, validos de cualquier pretexto, agredimos lo que la naturaleza nos entrega generosamente. Para preservar cables eléctricos dejamos el tronco de los árboles pelados al moñito para anular en lo posible la aparición de una hoja fresca. Si una planta enferma, la eliminamos de cuajo sin más miramiento. Lo mismo ocurre cuando las raíces se extienden en demasía. Al tomar decisiones tan radicales prescindimos de la asesoría de especialistas. Podar es un oficio que exige conocimientos para cumplir de manera adecuada una tarea necesaria.
Con nuestros árboles desnudos, proyectamos una imagen de barbarie. El verde nos provee de oxígeno. Arrasar los productos de la tierra entra en contradicción con nuestras políticas orientadas a proteger el medio ambiente. El mundo vegetal es portador de vida en lo material y en lo espiritual.
Durante años, hemos mantenido una política de reforestación sistemática. Los conquistadores españoles, cubiertos de armaduras y espesos tejidos, se escandalizaron porque los indios se bañaban con tanta frecuencia en una isla cubierta de bosques. Pero el clima impone sus prerrogativas. Aprendimos a construir casas abiertas a la brisa y a edificar ciudades con portales protectores, a preferir las esquinas, llamadas de fraile, donde el aire soplaba a toda hora, a acompañar las calles de prolongados portales. Las ciudades tienen hambre de verde y de sombra. El asfalto reverbera. Los ventanales encristalados multiplican la temperatura. Los ojos irritados buscan alivio en el verde apaciguador. La Revolución diseñó un cinturón verde alrededor de la capital con el Bosque de La Habana, el Parque Lenin, el Jardín Botánico y el Zoológico, para contrarrestar los efectos de las emanaciones de los vehículos y de las industrias, todo ello para mejorar la calidad de vida de quienes habitan la urbe más poblada del país.
Desde tiempos de la colonia, al desaparecer las murallas, ya innecesarias, comenzaron a trazarse alamedas y calzadas. Luego, el espíritu de la Modernidad se reflejó en el diseño integral de los repartos. Las regulaciones establecían la dimensión de los parterres, las calles estaban flanqueadas de árboles frondosos y los parques acogían a los pequeños, ofrecían descanso al caminante cansado. El ambiente era acogedor para los adultos mayores, cada vez más numerosos.
Recientemente, una importante inversión orientada por la Oficina del Historiador de la Ciudad ha restaurado el parque Mariana Grajales, sometido una y otra vez a la depredación de la cual es responsable la indisciplina social, pero sobre todo, la incuria, la falta de previsión y la carencia de medidas adecuadas por los organismos gubernamentales. Los camiones atraviesan el parque para depositar las mercancías de las ferias gastronómicas que no deberían efectuarse allí. Los escolares practican Educación Física, cuando hay espacios disponibles utilizables con fines multipropósitos. Niños y adolescentes juegan fútbol y pelota. En ocasiones, el monumento resulta un blanco perfecto con olvido total del respeto debido a la Madre de todos los cubanos.
Para contrarrestar indisciplinas y mentalidades depredadoras, el ejemplo supera la eficacia de la prédica. Por eso, las instancias de Gobierno, las empresas y las organizaciones sociales no pueden transgredir principios de ordenamiento territorial. Les corresponde también garantizar la vigilancia permanente y aleccionadora.
Amor con amor se paga. La naturaleza nos entrega sus mejores bienes: los alimentos y el agua que nos sustentan, la luz del sol y el manto verde protector de sus rayos más intensos. Las generaciones que nos precedieron construyeron ciudades que nos albergan. Ambas —naturaleza y ciudad— nos ofrecen el regalo de un entorno hermoso y nos enseñan a disfrutarlo. Cuidemos de ellas, aunque falten recursos. Devolvamos un poco de amor al entorno agradecido y estaremos conquistando la felicidad de sembrar y recoger.
Poco falta para que San Cristóbal de La Habana cumpla su medio milenio. Plantada en la boca del Golfo de México, su posición estratégica la situó en el cruce de los caminos del Atlántico. Músicos y poetas no han dejado de cantarle. Desde su núcleo original junto al puerto se fue desparramando en todas direcciones y conservó en sus barrios la representación tangible de una historia secular. Sensual y seductora, atrapó migrantes de tierra adentro y de ámbitos remotos que trabajaron, fundaron familias e instituciones, la hicieron, se enraizaron y la fueron amando mientras iban dejando su impronta. Para conmemorar nuestro medio milenio, habrá que curar algunas de sus raíces. Para hacerlo de la mejor manera, aprendamos a amarla desde ahora mismo.