Cuando matriculé Filosofía y Letras, el plan de estudios incluía, en el primer año de la carrera, un curso de Geografía Física. Teníamos maestros eminentes: Salvador Massip y Sara Ysalgué entregaron su vida entera a la investigación y desarrollo de la materia que entonces enseñaban. Con el andar del tiempo, la asignatura había ido adquiriendo un halo terrorífico que los veteranos se apresuraban a transmitir a los recién llegados. Para colmo, las clases se ofrecían en el primer turno de la mañana.
Recuerdo todavía. Acababa de subir por primera vez la escalinata universitaria con toda la emoción de un estreno en la vida. Salvador Massip llenaba pizarra tras pizarra con una interminable bibliografía indispensable, decía, para aprobar la asignatura. Copié los títulos en español, en inglés, en francés. Al llegar al alemán, me detuve. En dos meses no alcanzaría a aprender tan difícil idioma y, por otra parte, conocía numerosos graduados que no manejaban esa ni las restantes lenguas extranjeras. La cosa no debe ser tan fea como la pintan, pensé. Sara Ysalgué atendía las clases prácticas. Nos encargó para la semana siguiente dibujar el sistema solar según una determinada escala. Al hacer los cálculos indicados, comprendí que necesitaría un papel del tamaño de la actual Plaza Agramonte para ejecutar la tarea. En la fecha señalada, mis compañeros iban llegando con gigantescos rollos de cartulina que no lograban cubrir las dimensiones requeridas. Todos se sorprendían al verme con las manos vacías. Por esa misma razón, la profesora me dirigió la primera pregunta. Expliqué lo sucedido. «Respuesta correcta», respondió concluyente, ante la sorpresa y la indignación generalizadas.
La experiencia me demostró que había aprendido el arte de examinarme. Sentido común, convicción y seguridad en lo estudiado eran los recursos necesarios para sortear obstáculos. La contribución del profesor Néstor del Prado al análisis de lo ocurrido con las matemáticas en los exámenes de ingreso a la Universidad incita a profundizar sobre los componentes de asunto complejo y de amplia repercusión pública. Traspasando las consecuencias de lo que pudo haber sido «error humano», se impone intentar un acercamiento multifactorial a los distintos elementos que convierten en preocupación nacional lo que pudiera parecer una simple cuestión de orden académico.
Inclinada siempre al campo de las humanidades, he defendido el papel de las matemáticas como una de las formas —no la única— de entrenamiento en el ejercicio del pensar. En el fondo, de eso se trata. Sin conocer todavía, en el momento de escribir estas líneas, las calificaciones del examen de Español, considero que la composición es una prueba decisiva para evaluar el dominio de la lengua. Se me ocurre sugerir que los temas propuestos se orienten hacia las experiencias de vida de los jóvenes, lo que favorece el desarrollo de las ideas y una mayor autenticidad.
La convocatoria a exámenes de ingreso a la Universidad responde a un criterio de equidad. Sin embargo, presiones de distinta índole conducen a que la preparación para la prueba se convierta en una finalidad en sí misma. Concentra los mayores esfuerzos durante el último semestre, en detrimento de la intensificación del aprendizaje. Perturba también el desempeño en la Educación Superior. Pueden lograrse ajustes puntuales en la organización del proceso. Pero la solución, que involucra el interés de padres y estudiantes e implica, además, la formación adecuada de las nuevas generaciones, vale decir, el futuro de la nación, amerita un análisis más profundo con participación de los profesores más calificados, muchos de ellos partícipes en el proceso de evaluación. Los exámenes efectuados tienen que contribuir a la necesaria retroalimentación, a fin de discernir problemas de fondo que afectan el rendimiento de nuestro sistema de enseñanza. Bien sabidas son las carencias que lastran la plena y eficaz cobertura de maestros. Pesan la retribución salarial y el insuficiente reconocimiento social. Sin desatender la acuciante inmediatez, hay que replantearse cuestiones de método y objetivos. La información acerca de las tendencias pedagógicas contemporáneas más avanzadas es importante. Pero, cuidado. Evitemos la mímesis acrítica y tengamos en cuenta la realidad concreta que debemos afrontar. Es el modo de diseñar estrategias a mediano y largo plazo.
Durante la República Neocolonial, la lucha por obtener empleo en los escasos puestos disponibles en la enseñanza media superior condujo a formular un antagonismo irreconciliable entre el qué y el cómo, entre el dominio de la materia y el modo de organizar las clases. Se enfrentaban así los graduados de la Facultad de Pedagogía y los de las carreras de Letras y Ciencias. En la realidad del aula, el conocimiento afianza la autoridad del maestro, lo capacita para responder preguntas imprevistas y tener la flexibilidad indispensable —más allá de lo establecido en el programa— para dar cauce a inquietudes productivas de los estudiantes. La metodología constituye una apoyatura, nunca un instrumento rígido, situado al margen de la historia y de las características propias de cada disciplina. Tiene que responder, por lo demás, a los objetivos últimos del proceso de formación.
Los tropiezos en los exámenes de ingreso a la Universidad imponen una revisión crítica de nuestro pensamiento pedagógico. Cada fenómeno de la sociedad equivale a la punta de un iceberg y reclama la exploración de las causas subyacentes. Indagar el porqué de las cosas y discernir la complejidad de los problemas han sido las palancas impulsoras de la humanidad hacia la conquista de nuevos saberes.
La presión de la inmediatez no puede soslayar indefinidamente el estudio de los enfoques pedagógicos necesarios para la Cuba de hoy y de mañana. Disponemos de una tradición de pensamiento latinoamericano desde Simón Rodríguez hasta José Martí. Ambos alertaron acerca del peligro de los trasplantes acríticos. Ambos se encontraban entre las personas mejor informadas de su tiempo. Su perspectiva de entonces sigue siendo válida. Pero la contemporaneidad impone desafíos sin precedentes. Hay que superar los remanentes del subdesarrollo cuando las tecnologías pasan a la obsolescencia a un ritmo acelerado, mientras ofrecen acceso limitado a conocimientos valiosos entremezclados con la frivolidad contaminada de espíritu farandulero y de ilusoria feria de vanidades. Hay que aprender a discriminar. Para ello, la educación tiene que contribuir al ejercicio del pensar. Debe proveer de herramientas de análisis y romper los muros que aíslan una disciplina de otra para descubrir las relaciones entre fenómenos de distinta naturaleza. Los exámenes no equivalen a una carrera de obstáculos que, una vez vencida, inducen a borrar todo lo aprendido. Corresponde al sistema de enseñanza edificar las bases sólidas de un proceso formativo dirigido a favorecer la progresiva independencia del estudiante y a proveerlo de recursos que le permitan, no solo transitar por los estudios académicos, sino convertir la necesidad de aprender en compañera inseparable de la existencia toda. Parece una utopía. No lo es porque trata de un horizonte hacia el que tenemos que ir avanzando paso a paso, sin aferrarnos a lo que ayer, en otro contexto y en otra realidad, pudo ofrecer resultados satisfactorios.
Todos reconocen en la educación y en la preparación de un capital humano logros indiscutibles de la Revolución Cubana. Esas conquistas deben ajustarse a la realidad actual. El crecimiento y el desarrollo del país, pequeño y de escasos recursos naturales, dependen de la participación de sus ciudadanos y del mejor aprovechamiento de todas las potencialidades humanas existentes.