Allá por los ‘80 del pasado siglo, estuve una breve temporada en Nueva York. Iba a participar en un festival de teatro latino, experimental y alternativo, al que concurrían hispanos residentes en Estados Unidos: puertorriqueños, guatemaltecos y colombianos, entre otros. Vivíamos en el ya muy periclitado Greenwich Village, otrora centro de la bohemia ciudad. Representábamos a los pobres de la tierra y nuestro almuerzo se limitaba a un plato de «habichuelas» rojas, según el decir de los dominicanos. Entre los organizadores del encuentro había un argentino orgulloso de su idioma y decidido a no aprender una palabra de inglés. Era nuestro cicerone en una ciudad en la que constantemente perdía la orientación. Sin inmutarse, ante cada tropiezo se dirigía en castellano a algún paseante, e indefectiblemente recibía la respuesta adecuada. Asombrados, le preguntamos cómo adivinaba que sus interlocutores hablaban nuestra lengua. «Cuando vean a algunas personas conversando en una esquina pueden dar por descontado que son latinos».
El disfrute de la conversación, verbal y gestual a un tiempo, ha formado parte de la tradición de Nuestra América mestiza, sobre todo de su área caribeña. La inmediata familiaridad del tuteo y la irrupción abrupta en la conversación de otros, subsisten a pesar de la creciente interferencia de celulares y audífonos. Somos intensamente opináticos, lo que se manifiesta en lugares públicos como las barberías y en las virulentas peñas deportivas. Ejercemos la crítica y disfrutamos la polémica.
A lo largo de nuestra historia, polémica, diálogo y crítica han sido factores fecundantes del enriquecimiento de las ideas en zonas de la llamada alta cultura. Aparentemente interconectados, se trata de fenómenos de distinta naturaleza. Los polemistas se mueven en territorios divergentes, aunque no necesariamente situados en campos antagónicos. Desde el Ministerio de Industrias el Che incentivó debates sobre distintos problemas económicos, todos orientados a la construcción del socialismo. En la misma época, con propósito similar, se produjeron debates relacionados con la creación artística y con la enseñanza de la filosofía. Interlocutores aparentes, estos polemistas se expresan en periódicos y revistas. No procuran tender puentes de conciliación, sino lograr la exposición más amplia y convincente de sus ideas. En realidad, se dirigen a un tercero, el público lector.
El diálogo se construye a partir de un tipo de relación diferente. Forma parte de un proceso de aprendizaje. Por experiencia propia, el verdadero maestro valora las enseñanzas que recibe de sus alumnos, cuyas preguntas lo inducen con frecuencia a repensar conceptos, a modificar matices y a entender el sentido de otros puntos de vista. Hoy muy deteriorada, la tradición de las tertulias contribuyó a precisar programas de acción. Así ocurrió con el célebre Grupo Minorista habanero. La casualidad y ciertas afinidades los fueron juntando. Del intenso y cotidiano intercambio de ideas surgió un manifiesto que articulaba cultura y política y marcó un giro fundamental en nuestra historia. El diálogo favoreció el enriquecimiento mutuo de saberes y experiencias vitales.
Se ha convertido para mí en práctica consuetudinaria efectuar cada noche lo que algunos cristianos llaman examen de conciencia. A solas, sin temor a ruborizarme, repaso la jornada para extraer de mis errores una experiencia útil. Es también el momento de hacerme cargo de las tareas pendientes. No resulta siempre cura milagrosa, porque hay formas de comportamiento difíciles de superar. Pero es para mí un rudimentario ejercicio crítico, bien distante del ataque implacable al que, por lo regular, se asocia el término. Es un modo de remontar las dificultades que impone la vida. La historia del pensamiento, por lo demás, revela que la evolución de las ideas se produce sobre la base del análisis de aquellas que nos precedieron y dominaron en otro tiempo. Sin rebuscar muy lejos, la obra de Marx se construye en parte sobre los cimientos de la crítica a la filosofía clásica alemana. Aun más cerca, el progresivo pensar la nación cubana se fue elaborando, desde los presbíteros Agustín Caballero y Félix Varela, a través de un modo de desentrañar las ataduras impuestas por los dogmas llegados de España. Desde entonces, prevaleció entre nosotros una tendencia descolonizadora que nos aproximaba a una forma de eclecticismo, muy importante, que impulsaba la capacidad de tomar de todas partes partiendo del conocimiento de la realidad concreta.
Esta tradición conserva plena vigencia en el contexto de lo que Rafael Correa ha denominado cambio de época. Pasar de un tiempo a otro no equivale a cruzar una carretera limpia del apretado fluir del tránsito. Lo viejo subsiste perforado por las luces de lo nuevo. El Che alertaba, hace 50 años, acerca del peligro de errar el camino en la espesura del bosque. El panorama actual nos implica y trasciende, inmersos todos en un complejo entretejido de redes. Hay que mirar a la vez hacia adentro y hacia afuera, así como estudiar el presente y el pasado. El examen franco de los errores constituye una fuente de aprendizaje. Se impone, sin embargo, eludir las tentaciones apocalípticas frecuentes en tales circunstancias. La obra de la Revolución está en lo que somos. Su razón de ser no se limitó al derrocamiento de una dictadura. Respondió, en lo esencial, a la necesidad de transformar impostergables problemas estructurales heredados de la colonia y arraigados durante la neocolonia. Por ese motivo, su propósito no respondió a programas preestablecidos. Sin tan auténtica raigambre, no hubiéramos podido sobrevivir a tanto asedio. El período especial socavó buena parte de la infraestructura edificada con años de esfuerzo. Paralizó la industria, deterioró vías de comunicación, afectó nuestra base naviera y, sobre todo, pulverizó mercados. Carentes de créditos en plena guerra económica, compartimos penurias de toda índole. Consecuencia de todo ello, se produjeron cambios de mentalidad y de perspectivas.
Validos de citas de toda índole, algunos proponen soluciones milagreras inspiradas abierta o subrepticiamente en concepciones neoliberales, sin tener en cuenta que política y economía andan de la mano, porque tendremos nación cubana mientras no caigamos en la tentación de subordinarnos al poder hegemónico.
En todos los planos de la vida social del país, el empleo de la crítica sólida, bien fundamentada y responsable, es un medio efectivo de atajar errores y de subsanar a tiempo interpretaciones erráticas de algunas directivas. Pone en evidencia problemas subyacentes que entorpecen la ejecución de proyectos o interfieren en la adecuada respuesta a la convocatoria a empeños colectivos. Constituye un freno a la inercia burocrática. En otro orden de cosas, la valoración justa y equilibrada de los acontecimientos, apuntando aciertos y debilidades, es un factor decisivo para animar la vida de la cultura artístico-literaria, despertar inquietudes y animar la vida espiritual, atenidos en el ejercicio de la crítica a principios de ética, honestidad y respeto mutuos. Encaminada desde el compromiso fundamental con el buen hacer, puede ofrecer señales oportunas de alerta. Errar es humano, rectificar de sabios.