Tal vez pareció que Fidel Castro solo arrimaba otras brazas de pensamiento martiano al sartén de la política cuando en la II Cumbre Iberoamericana en España, en 1992, afirmó que «Cuba no anda de pedigüeña por el mundo: anda de hermana, y obra con la autoridad de tal. Al salvarse, salva...».
Para entonces no solo había caído un muro demasiado simbólico en Berlín; parecía más bien que nunca más se levantarían, y en consecuencia tampoco necesitarían derribarse otros mu-os en este mundo. La humanidad —presuponían algunos teóricos— había arribado al «fin de la historia», y ante Cuba se había abierto un enorme abismo moral y material del que todavía busca reponerse.
El mismo Fidel ha contado cómo debió escuchar por aquellos tiempos —«con la paciencia del bíblico Job y la sonrisa de la Gioconda de Da Vinci»— a distinguidos colegas dictándole las recetas de cómo acabar de desmantelar la Revolución en Cuba, para levantar velas hacia los mares subyugantes y eternos del neoliberalismo.
Seguramente ahora tenemos madurez suficiente para no culpar a nadie de semejante euforia. El modelo de socialismo del siglo XX, que había surgido como un relámpago de sueños, terminó convertido en trueno mortal. Definitivamente se había desfigurado y traicionado a sí mismo, y este archipiélago perdido en la geografía estaba plantado nuevamente en un sitio singular ante enormes disyuntivas mundiales.
No es mesianismo ingenuo: la casualidad, o la causalidad, para hablar en términos filosóficos, ubicaron en más de una oportunidad a este país en circunstancias excepcionales de la historia planetaria.
Hay estudiosos que reafirman esa especie de predestinación con hechos como la toma de La Habana por los ingleses en medio de las batallas geoestratégicas de la época, la escenificación en esta tierra y sus mares de la primera guerra imperialista de la historia, al intervenir EE.UU. en la contienda independentista cubana contra España, el surgimiento aquí de la primera experiencia socialista del hemisferio occidental, o el haber sido epicentro de la conocida Crisis de los Misiles, la situación más cercana a una conflagración nuclear.
Hay algo muy grande en nuestra insularidad que apunta al mundo. Como muestra el Escudo nacional, también la geografía nos ofreció un espacio destacado como «llave de Las Américas» y desde la concepción de José Martí, hasta en el equilibrio mundial.
Esa extraordinaria inmanencia le dio a este país ideas y hombres con una sorprendente vocación universal, como el Apóstol de nuestra independencia para quien, como tanto se ha repetido, al calificar el concepto de Patria, argumentó que era nada menos que «humanidad».
La Revolución que triunfó en enero de 1959 solo dio cuerpo de política de Estado a algo que está en la naturaleza del cubano: el sentido del bien común, del desprendimiento, del sacrificio por el prójimo. Para el alma de la nación cubana, determinada por la martianidad, en la suerte suya va la del mundo, y en la de este la nuestra.
Ello tiene su santuario en La Higuera desde que el Che, encarnación universal de la utopía del desprendimiento y la solidaridad, cayó asesinado como otro Cristo de los pobres. Antes de partir de aquí dejó una carta de despedida, en la cual acentuaba que: «donde quiera que me pare sentiré la responsabilidad de ser revolucionario cubano, y como tal actuaré». Con el Guerrillero la hermosa vocación universal y humanista de Cuba encontró su símbolo.
Todo esto debería ser recordado por quienes pretenden reducir a vulgares actos mercantiles o maniobras de influencia diplomática los hermosos y enaltecedores gestos de altruismo de quienes han partido hacia el África Occidental a combatir el virus del Ébola. Si de cuentas se trata, no hay dinero suficiente que pueda pagar el valor de una vida.
Cuba ha ido levantando una economía de servicios, de la cual los médicos son un puntal especial, y lo ha hecho desde durísimas condiciones económicas, pero ello no está reñido con su raigal vocación universal y humanista. Al escuchar a esos hombres que parten ahora respondiendo a un llamado de la OMS, y a riesgo consciente de sus vidas, uno siente que, como José Martí, ellos creen que ser bueno es el único modo de ser dichoso.
Y no es la primera vez que algo como ello ocurre en esta tierra. La prueba está bajo los monumentos que en nuestros cementerios resguardan los restos de los combatientes internacionalistas. De África solo trajimos los restos de los hermanos caídos.
Más de 20 años después de la II Cumbre Iberoamericana, el proyecto cubano, sobreviviente de inmensos sacrificios, devela al mundo que la solidaridad y el humanismo deberían ser principios universales, despojados de cualquier ideología. No por casualidad el Presidente cubano Raúl Castro llamó a enfrentar el virus del ébola deshaciéndose de toda manipulación política.
El egoísmo o los intereses particulares no sirven de mucho en situaciones de emergencia como las que ahora vive el planeta. Solo la idea martiana es hoy iluminadora: Salvar, salva.