¿Qué hacer cuando las instituciones no cumplen cabalmente con su deber de preservar los derechos ciudadanos? Cuando las personas se dirigen a una entidad o funcionario con una inquietud justa, y reciben el maltrato o la desidia reiterada, ¿cuál es el camino a seguir para hacer valer sus derechos?
Desentrañar estas interrogantes conduce a diversas respuestas y no es de extrañar que de esas insatisfacciones surjan la desmotivación y las salidas más disímiles a los problemas, incluso la posición «de a mí qué me aporta lo que pase».
Sin embargo, entre tantas connotaciones que pudieran tener, esas interrogantes poseen una muy particular, pues al ser planteadas todas ellas apuntarían a la naturaleza misma de la sociedad. A su nivel de justicia real —no la que se localiza en tratados— y a la conciencia de que la fuente primera de todo derecho y valores de una nación surge, precisamente, de ese ciudadano que es agredido por la mala atención y la indolencia.
La Revolución Cubana nació con la vocación de atender y hacer valederos los derechos de los más humildes. Esa inclinación no se concretó solo en discursos, sino que ha sido una práctica asumida por sus principales líderes en un contacto directo con el pueblo.
Sin lugar a dudas, Celia Sánchez Manduley se encuentra dentro de los ejemplos cimeros de ese principio de atender las inquietudes de las personas con el rigor, el tacto y el respeto que ellas merecen. Para la Heroína de la Sierra, el ciudadano no era un vasallo o un inoportuno que venía a trastocar sus ocupaciones. Esas personas que se le acercaban eran, ante todo, seres humanos en el sentido mayor del concepto.
Ante la cantidad de anécdotas y testigos que lo prueban, sobre todo de los sectores más humildes, cuando recuerdan cómo ella ponía su mano sobre el hombro del interlocutor, no queda más remedio que preguntarse cómo hacía Celia para atender a quienes se le acercaban y cómo procuraba la solución de sus problemas, en medio de responsabilidades tan grandes que descansaban sobre sus hombros.
La interrogante es inevitable cuando se aprecian tantas e insospechadas dificultades en la atención a la población. Entre ellas puede citarse maltratos, tardanza, incumplimiento de la palabra empeñada, o respuestas etéreas que cumplen con la formalidad de atender pero no van a la esencia del conflicto —o se lo plantean a medias, cual si cumpliesen alguna extraña normativa del Mínimo Esfuerzo—, como corroboran las valoraciones hechas en diversos momentos en la sección Acuse de Recibo de este diario, espacio en que se ha alertado sobre los perjuicios que entrañan las respuestas incompletas a las denuncias allí presentadas.
Lo paradójico es que, en muchos casos, la reticencia a atender al ciudadano se transforma en preocupación al por mayor cuando aparecen las indicaciones superiores. A la persona común, la atención a medias o el peloteo. Para sus jefes, la respuesta inmediata y exhaustiva. Tal parece, en estos casos, que no existe suficiente sensibilidad ante los problemas de una persona.
Para la Cuba que todos queremos, esta es una situación a observar con detenimiento e imposible de permitir aunque haya que salvar dificultades reales y problemas acumulados, pues detrás de ella asoma cierta deshumanización de las relaciones entre los ciudadanos y las instituciones que los deben representar. Incluso, más allá de problemas subjetivos reales que entorpecen una adecuada y fluida relación con la gente, detrás de esos conflictos muchas veces se mueve la mano peluda del abuso de poder y el compadreo, caldo de cultivo para ese mal despreciable nombrado corrupción.
Habría que pensar además en tejer relaciones más horizontales entre el ciudadano y las instituciones, que poco a poco dejen menos lugar a cierto verticalismo que da más preponderancia a corrientes de opinión provenientes «de arriba» que a las que surgen «de abajo» (ambas resultan importantes), a esa jerarquización que termina por distanciar y ver al ciudadano como un personaje incómodo y no como la razón de ser y el sostén real de nuestra sociedad. Y si alguien en algún momento lo olvida, pues valdría la pena mirar la imagen de Celia. Ella está ahí para recordarlo.