La Ley de Inversión Extranjera que debe aprobar el Parlamento cubano el próximo sábado, en sustitución de su predecesora, la Ley 77, responde a una necesidad ineludible de una economía inmersa en raigales transformaciones de su modelo, pero sin grandes recursos ni acceso a financiamiento, y bloqueada por la principal potencia del mundo. Y esto último no es cuento de caminos.
Los especialistas vienen haciendo sus análisis, pero este periodista se asoma apenas con tres o cuatro ideas, más resultado de la esperanza que de la evidencia.
El Proyecto es de hecho una actualización de la legislación para el financiamiento externo, en función de los grandes objetivos estratégicos del nuevo modelo que va naciendo, ese que debe buscar la prosperidad y la sostenibilidad, sin más excusas ni pretextos para la conformidad y la justificación determinista de la insuficiencia.
Según los promotores del cuerpo legal, esta es mucho más flexible, expedita y precisa que su predecesora, en cuanto a facilidades para el inversor, exenciones y bonificaciones tributarias, dispensas arancelarias y eliminación de laberintos burocráticos.
Lo más importante es que, según se afirmó por sus propugnadores, no se venderá el país, y todas las garantías al inversor pasan por la soberanía sobre nuestros recursos, el respeto a la autodeterminación de los cubanos y a la sostenibilidad medioambiental; sin dejar de dar garantías sólidas al inversor, incluso de indemnización cuando por alguna u otra razón la parte cubana decida suspender cualquier contrato.
De fortalecerse la inversión foránea con la nueva Ley, sobre todo en función de las estratégicas líneas de desarrollo del país, comenzaremos a neutralizar un serio problema que viene arrastrando la economía cubana en los últimos años: su bajo crecimiento. Porque esto ha significado escasos nuevos valores creados para el desarrollo por un lado, y para el bienestar de la población por el otro.
Claro que será un nuevo desafío: con más recursos, y con serios e ineludibles compromisos con nuestros socios inversores, estaremos obligados por la parte cubana a ser mucho más eficientes, racionales y controladores en nuestros procesos inversionistas y en la gestión de la producción y los servicios. Y tendremos que dejar atrás mucha mediocridad e indisciplina. Habrá que enlazar orgánicamente los cambios en el modelo económico con esta puerta al financiamiento externo. Porque el que pone el dinero, no cree en excusas ni autocríticas al final.
Como cubano, me complace sobremanera que este nuevo Proyecto de Ley defienda, en cuanto al tratamiento de la fuerza laboral autóctona, el respeto a la legislación laboral cubana. Como un trabajador más de este país, el que labore en esos circuitos lo hará con dignidad, para que no se reproduzca el servilismo de las maquiladoras.
Pero sí espero que esos cubanos que trabajen en empresas mixtas, asociaciones económicas o en medio del capital hegemónicamente extranjero, estén lo mejor estimulados económicamente posible.
Hablando claro: hay que gratificar bien el capital humano enrolado en esa frontera de nuestra economía, para evitar los males que generaron viejas prohibiciones y fomentaron distorsiones «por la izquierda»: el dinerito por debajo de la manga que deslizaban ciertos inversores foráneos, que en algunos casos comprometieron la transparencia de esos negocios.
Con esta Ley de Inversión Extranjera se requieren gerentes y directivos cubanos íntegros y confiables, con talento, autoridad y autonomía para tomar decisiones que siempre salvaguarden los intereses nacionales. De modo que la excesiva centralización y el burocrático ordeno y mando deben ceder paso a una gestión creativa, autosuficiente en el mejor sentido, y con las potestades requeridas.
Como elemento interesante, que rompe con las rutinas, está el hecho de que las formas de gestión cooperativas, que ya han traspasado el límite agrícola y se van expandiendo en diversos sectores de la economía, puedan con su personalidad jurídica ser receptáculos dinamizadores de la inversión extranjera.
En particular, el financiamiento externo en la agricultura cubana podría ser decisivo para lograr el tan demorado despegue de las fuerzas productivas en ese sector y la autosuficiencia alimentaria en múltiples renglones que urgen, para librarnos de la excesiva importación.
La inversión extranjera significa acceso a capital y tecnologías modernas, y también cultura de la gestión económica, para hacer competitivos diversos sectores de la economía, insertarnos en redes globales de producción y servicios, y a lo interno encadenar derrames productivos. Con bloqueo yanqui y todo.
Es vital sacar del fondo del pozo de la obsolescencia, el deterioro y la ineficacia a la industria manufacturera, que es pivote del desarrollo científico y tecnológico, y fuente primordial de valores agregados. La industria cubana rescataría así un papel primordial en nuestras estrategias económicas.
Estamos a punto de aprobar una nueva Ley de Inversión Extranjera. Y por muy abarcadora y precisa, por muy expedita y flexible que fuere, por mucho que prevea y abarque, al final es solo un cuerpo legal en manos de la economía y la sociedad. Lo importante es la utilización que le demos, lo preparados que estemos para asumirla. La inversión será extranjera, pero la aplicación será en nuestro entrañable paisaje. Es nuestra. Y no podemos errar una y otra vez con los fantasmas del pasado; porque estamos apostando al futuro. A la estabilidad y la probidad del socialismo cubano.