La Escalinata de la Universidad de La Habana se levanta en medio de la ciudad. Su diseño propone numerosas lecturas simbólicas. Se asciende por ella hacia la conquista del saber. En su cima, abre los brazos una madre protectora. Al regreso, se baja lentamente hacia el corazón de la urbe sometida a contradicciones de toda índole. Los mártires dejan su huella a lo largo del camino. En esa fusión de realidades diversas, se construye una cultura.
El saber se nutre de la vida y la institucionalización de las universidades se ha colocado históricamente al servicio del poder hegemónico. Por ese motivo, el debate acerca de la función de la Universidad trasciende el ámbito académico y ha cobrado importancia en la actualidad. Su expresión primera se manifiesta en el reclamo por la democratización del acceso a los centros de Educación Superior y contra la avasalladora privatización en detrimento de aquellas patrocinadas por los Estados.
La reforma universitaria cubana promulgada en 1962 respondía a la voluntad transformadora del país y a una tradición de pensamiento forjada en América Latina. El germen visible estaba en Córdoba, Argentina, rápidamente difundido a lo largo del continente y retomado en Cuba por Julio Antonio Mella. En sus orígenes, contenía una voluntad descolonizadora y una vocación de servicio social. Se proponía la apropiación de los saberes fundamentales con fines de desarrollo nacional, la vinculación orgánica entre la docencia e investigación, la articulación de teoría y praxis y la proyección cultural más allá de los muros académicos, mediante los departamentos de extensión universitaria.
En el caso de Cuba, el empeño de Enrique José Varona por hacer de la Universidad una palanca para el desarrollo no tuvo resultados significativos. El más alto centro de estudios mantuvo una enseñanza reproductiva, muchas veces anquilosada, atada a la tradición de proveer graduados para las profesiones liberales. La renovación parcial de los claustros, consecuencia de la Revolución del 30, tampoco introdujo cambios sustanciales. Se limitó al auspicio de la extensión universitaria y a una contribución, importante en el contexto de la época, a la creación de espacios culturales con la fundación de Teatro Universitario, del departamento de Cine, junto a la publicación de clásicos del pensamiento nacional del siglo XIX.
Solo un proyecto revolucionario anticolonial, orientado a romper las bases de la dependencia y la subordinación, podía introducir cambios decisivos en la formación universitaria. En ese contexto, Cuba rescató la carrera de Biología, afianzó los estudios de ciencias básicas —Matemática, Física, Química—, preparó economistas donde únicamente se graduaban contadores públicos. De esa manera, se abrió el campo para una investigación creativa. Se edificaba un modelo propio en diálogo activo con la sociedad.
Mientras tanto, en el plano internacional, el neoliberalismo se imponía. Es, además de una doctrina económica, una ideología, un modo de pensar, un sistema de valores, un falso universalismo, una vía de instrumentalización del ser humano y hasta un lenguaje, porque las palabras no son inocentes. Se ampliaba la brecha entre ricos y pobres, entre productores y reproductores. El modelo de la Universidad anglosajona se imponía con fuerza en la Unión Europea y se extendía a la América Latina.
La construcción de la Celac ofrece una oportunidad excepcional para repensar nuestras universidades. En el comienzo de todo habrá de estar el despeje de los conceptos que presidirán nuestros análisis, teniendo en cuenta que la educación se hace ahora mismo con vistas a un mediano y largo plazos. El reconocimiento de nuestra diversidad implica entender que, a pesar de la globalización, subsisten las realidades nacionales.
Partiendo de la articulación entre el ayer, el hoy y el mañana, tenemos que definir qué entendemos por modernización, necesaria por cuanto no es posible sobrevivir al margen de los avances tecnológicos, pero atemperada a nuestras tradiciones y a nuestras necesidades específicas. Crecimiento económico no equivale a desarrollo, aunque resulte indispensable. El mejoramiento de la calidad de vida requiere la satisfacción de demandas materiales básicas, pero no alcanza su plenitud despojada de una auténtica dimensión espiritual. El ser humano no puede reducirse a una herramienta introducida en una maquinaria gigantesca, rápidamente desechable cuando la técnica empleada caiga en desuso.
Todo proyecto de profunda transformación debe considerar al ser humano como protagonista y objetivo último del proceso. Como lo hizo José Martí, tiene que asumirse desde una perspectiva cultural. En las circunstancias actuales, inmersos en la disyuntiva de los reclamos de la inmediatez urgente y la indispensable preparación de un porvenir que se nos encima a pasos acelerados, se impone un intenso trabajo intelectual volcado al análisis crítico de los modelos que se expanden a través del mundo.
Sin lugar a dudas, la innovación tecnológica interviene decisivamente en el desarrollo de las fuerzas productivas y sustituye cada vez más las labores manuales de escasa calificación por las técnicas. Con sus notables reservas de materias primas, América Latina no puede resignarse al papel de mero productor de artículos carentes de valor agregado. Para contrarrestar el peligro de una creciente dependencia, habrá de constituirse, ella también, en laboratorio científico creativo, no solo en el campo de la ciencia y de la técnica, sino en el terreno de las ideas, vale decir en lo que respecta a la economía y las ciencias sociales en su conjunto. Cuenta para ello con una valiosa memoria histórica, poco jerarquizada por los historiadores del Primer Mundo. En esa fuente viva, dejando a un lado la información factual periclitada, debemos encontrar vías de acercamiento útil a nuestras realidades.
Cuando falta poco para arribar al centenario del movimiento estudiantil de 1918 en Córdoba, corresponde a la Universidad latinoamericana repensar su función y su diseño. Su tarea de servicio no puede colocarse en beneficio de los grandes intereses empresariales transnacionalizados. Ha de volverse hacia la sociedad. Educar para la vida implica a la Educación Superior y a la enseñanza desde los primeros grados, proyectada siempre hacia el pleno desarrollo humano en inseparable dialéctica entre la persona y el entorno social.
Se trata, ante todo, de enseñar a pensar y, en el nivel superior, de convertir la investigación en sustancia básica del proceso formativo. Antonio Gramsci, con lucidez profética, planteó que la hegemonía se edifica desde el poder económico y se sustenta en sus intelectuales orgánicos encargados de esterilizar la capacidad de resistencia de las víctimas. En este orden de cosas, el papel de las universidades es decisivo. Educar para la vida significa formar intelectuales con conciencia ética y ciudadana, comprometidos con su tarea de impulsar el conocimiento enraizado en ofrecer respuestas a las necesidades fundamentales de la nación.
Para integrarse como grupo regional con independencia y voz propias, América Latina y el Caribe requieren reformular las concepciones que presiden, en forma cada vez más impetuosa, el diseño de sus universidades, a fin de potenciar al máximo sus recursos materiales e intelectuales. Es el modo de propiciar el buen vivir de una ciudadanía no manipulable, verdaderamente libre.