Han aflorado los anuncios en múltiples espacios de encuentro social, donde se advierte que no será permitida la entrada si quien llega está vestido inadecuadamente. Más de una señal me ha llegado últimamente sobre el propósito de defender la prestancia, y si no tanto, al menos cierta dignidad en el porte de las personas.
Hace no mucho, en la reunión de padres que aconteció en el patio central de una escuela primaria, un profesor informaba sobre una normativa del Ministerio de Educación según la cual la entrada al centro docente debía realizarse, tanto por maestros como por padres o familiares de los alumnos, con una vestimenta que no incluye el short, o un atuendo sin mangas, en fin, ese estilo según el cual nos parece por instantes estar a solo metros de las olas del mar, prestos a darnos un chapuzón en zona de goce veraniego.
Me consta que las cosas no han cambiado mucho a pesar de ciertas reuniones —el cerebro se resiste, como guardián implacable, a liberar viejas costumbres para acoger a otras nuevas que tal vez sean mejores—; me consta que aún son fuertes las pasarelas del desparpajo (hijas de la vulgaridad, o del apuro, o del irrespeto); y que, justificando la prolongada situación de carencias y desgastes, nos hemos acostumbrado a respirar, en los lugares más inusitados, entre pantalones a media asta (con fajas de calzoncillos cogiendo aire), pantaloncillos bien ajustados y a veces hasta transparentes (lo que hemos dado en llamar «licras»), pañuelos sobre cabezas sembradas de ganchos o rolos, piezas textiles que dejan ver más piel de la que cubren, y chancletas que uno solo quisiera ver en ajetreos de un patio particular.
Lo insólito es que muchos se enojan cuando algún agente del orden apostado en la puerta de cierta institución prohíbe la entrada por cuenta de una vestimenta no apropiada. No se han detenido a pensar que ese enojo es una suerte de ceguera ante la posibilidad de que el país empiece a adecentarse también desde una dimensión que algunos pudieran catalogar de superficial e insulsa, incapaz de decidir nada en la suerte colectiva.
El orden, la disciplina y el rigor, incluso la autoestima de un país, también pueden medirse desde la elegancia de sus hijos. Y que nadie, por favor, se grafique el asunto con un par de tacones o una corbata sempiternos. Nadie advierta en mis palabras una chaqueta oscura por decreto.
Es que hubo un tiempo en que era difícil que un padre de familia se sentara sin camisa a la mesa del hogar, o saliera a la calle con el torso desnudo. Hubo un tiempo en que la gente se ponía linda para ir a tomarse un helado, y en que una familia completa celebraba como acontecimiento de altura salir a comer a un restaurante, porque, para empezar, uno no podía ir vestido de cualquier manera si se las iba «a gastar todas» (hace poco, por cierto, divisé a un hombre en camiseta sentado a la barra de un restaurante de «lujo» en moneda nacional; y allí mismo, a toda una estirpe vestida como si estuviera acabada de salir de una piscina).
Hasta para la consulta con el médico de la familia, salvo en situaciones de urgencias, se estilaba escoger la ropa más sana y discreta. Y en nada de esto hay una enumeración nostálgica: en una suerte de negación de la negación, se impone retomar lo que estaba bien y muy a nuestro pesar perdimos por cuenta de años duros, por cuenta incluso de un descuido generalizado, de un aplanamiento que obvió jerarquizar determinadas conductas y espacios.
Cuba está cambiando; necesita hacerlo para seguir adelante. Es una transformación ardua, que va desde lo más profundo y complejo, hasta lo que más fácilmente se percibe. El respeto de una institución pasa, por poner un ejemplo, desde por cómo funciona, hasta por el modo en que la ciudadanía se viste para traspasar sus puertas.
Parece este asunto ligero. Pero… ¿qué pasaría si, luego de muchos años enfrascados en hacer tangible la prosperidad, descubriésemos un día que «algo nos suena» pero apenas recordamos qué significa tener compostura, elegancia o sentido de lo bello para disfrutar lo que hemos ido construyendo a contracorriente de casi todas las leyes de este mundo tan difícil?