«No se preocupen, ya estamos en mi país, donde no hay que decir ni “gracias” ni “por favor” todo el tiempo». Tal frase no tuvo reparos en gritarla casi, dirigiéndose a sus acompañantes, uno de dos compatriotas que servían de guía a un grupo de cuatro extranjeros, tras tomar el equipaje de las esteras y pasar el proceso de revisión a la salida del Aeropuerto Internacional José Martí.
Todos rieron menos yo. Me invadió un sentimiento de ira, de impotencia, y que aquello ocurriera en el aeropuerto, donde miles de personas llegan y salen, en ese punto que es como la portada física y espiritual del país.
Luego observé cómo este hombre chifló a uno de los taxistas que aguardaba en la calle, y comenzó a dirigir la ruta que los llevaría a Centro Habana como destino final.
¿Cómo ese cubano denigró a su tierra, se olvidó así de su vergüenza y la de su gente, de su sentido de pertenencia? ¿Cómo pudo catalogar así a su país y hacerlo como si se enorgulleciera de ello?, pensé después, todavía atónita en medio del salón.
«De eso todos tenemos la culpa», dijo una señora que caminaba a mi lado. Tuve que darle parte de razón. No faltan en el país quienes olvidan dar las gracias, expresar «por favor», «con permiso»… Todas esas palabras mágicas que nos enseñan a través de un poema en la escuela primaria son palpablemente más escasas. Y no faltan tampoco aquellos a los que, cuando las escuchan, les resultan asombrosas o extrañas, y les endilgan entonces a quienes las usan calificativos tales como: «se cree muy fino, como si fuera de otro país».
Resulta contradictorio que en Cuba, donde los índices de instrucción son tan elevados, la educación formal esté tan resentida. Unos achacan el fenómeno a que en el período especial los valores éticos y morales cedieron en no pocos casos.
Los modales no se pierden porque acechen problemas económicos, ya que hubo quienes no los perdieron a pesar de todo —incluso hoy muchos, en modestas condiciones socioeconómicas, tampoco los han perdido. Se trata de actuar con sentido común, de elementales normas de educación, de hacernos la vida más llevadera y agradable entre nosotros mismos. Sigo creyendo que es mejor pedir que exigir; andar juntos y no atropellar, agradecer y no imponer.
¿Por qué no nos damos los buenos días y las buenas tardes, aunque no nos conozcamos? Cuando se está detrás de un mostrador o en un buró de atención, ¿acaso puede olvidarse el «No es molestia para mí» y el «Estamos para servirle»? Todos agradecemos los gestos de ayuda y que se acepten nuestras disculpas si cometimos alguna imprudencia.
Coincido con mi abuela en que es en el seno de la familia donde se siembra esa primera semilla del buen trato y la dulzura compartida, que luego también fertilizan la escuela y la comunidad.
Los gritos en plena calle; los empujones sin disculpas por las aceras o en la guagua; las malas palabras, incluso si se es víctima de un accidental pisotón; los rostros inexpresivos al atender a un cliente; el poco respeto que a veces nos tenemos, y miles de otros «sucesos» no pueden ser motivo de orgullo, ni para los que vivimos aquí ni para los que nos visitan. Y mucho menos, puede ser esta la carta de presentación para los que llegan.
Porque, vamos a ver, en el supuesto caso de que, obviando todo sentido del más elemental respeto, algunos «elijan» comportarse de ese modo, tampoco es como para vanagloriarse, pues entonces cabría preguntarse si lo que han perdido son los modales o algo más. Acaso la dignidad.