Septiembre es el mes del eterno recomienzo. En un país tropical carente de estaciones bien definidas, se convierte en la imagen de nuestra primavera. La apertura de las aulas sustituye el despertar de la Naturaleza. Con uniformes recién planchados, las bandadas de niños se desparraman por el barrio. Cuando llegue la secundaria, estrenarán otro vestuario y lo mismo sucederá al producirse el paso al tecnológico o al pre.
Cada cambio en los colores del uniforme constituye la imagen simbólica de las transformaciones que se van produciendo en el desarrollo de la personalidad, de la infancia a la pubertad y de esta última a la adolescencia. Quien está creciendo lo hace en el plano intelectual y en el emocional, en estas edades difíciles. Hay un reacomodo en el cuerpo a las nuevas sensaciones, se modifican las relaciones con los otros y las expectativas de vida. Por fin, con la entrada a la Universidad, el nuevo look —ropa de calle— subraya la independencia y el espíritu juvenil.
Hace muchos años, me tocó ingresar en lo que, en tono enfático, se llamaba «nuestro más alto centro docente». Pocos eran los elegidos. Única en el país, la Universidad habanera ocupaba tan solo el reducido espacio de la Colina.
Junto al cambio de uniforme, el tránsito de un nivel de enseñanza a otro implica nuevas maneras de relacionarse con los demás, la aparición de otros intereses e inquietudes. La entrada a la Universidad señala un nuevo punto de partida.
Pienso ahora en las muchachas y muchachos que estrenan su nuevo look inducidos por las modas que adoptan sus coetáneos y deseosos, además, de afirmarse en sus rasgos individuales. Aunque no lean estas líneas porque están en edad reacia a escuchar consejos, me gustaría dejar caer algunas recomendaciones, inspiradas en mi experiencia vital, más que en la lectura de manuales.
Como dijo un escritor latinoamericano, el «mundo es ancho y ajeno». Ha llegado la hora de conquistarlo y de fundar un espacio propio. Me gustaba la colina universitaria habanera, porque su ascenso sugería la imagen concreta, el esfuerzo voluntarioso por crecer y porque desde arriba podía observarse el ancho horizonte de la ciudad. La conjunción de esos factores permite perfilar las coordenadas del mundo en que vivimos y forjarnos el proyecto del futuro que habremos de edificar.
Ingresar en la Universidad equivale a acceder a una mayoría de edad juvenil, con derecho al voto y cumplido el servicio militar, en plena asunción de nuestras responsabilidades, capacitados ya para tomar decisiones significativas. Por eso, cuando me tocó hacerlo, nunca pude aceptar que mis padres me acompañaran a formalizar la matrícula, ni tampoco que intervinieran a la hora de dilucidar posibles conflictos de orden docente. Eran mis interlocutores en el diálogo siempre útil sobre temas relacionados con mi vida y con mis estudios, una manera provechosa de poner en orden mis ideas, dejando atrás los elementos de paternalismo y autoritarismo, muchas veces coexistentes, que distorsionan el intercambio entre generaciones.
Algo confuso en las primeras jornadas de clase, no puedes percatarte todavía, joven que comienzas la educación superior, que has franqueado un límite. Hasta ahora, el sistema escolar te ha conducido de la mano. Te exigían tan solo que cumplieras las tareas asignadas, que estudiaras para las pruebas con el propósito de asegurar satisfactoriamente el pase de nivel. La educación superior, en cambio, te coloca en un campo abierto, donde mucho va a depender de ti, de tu curiosidad, de tu voluntad de aprender. Has entrado en el ámbito de la vida real. La obtención del título académico con el mínimo de requisitos no puede ser el objetivo final: te proporcionará el documento indispensable para situarte en un puesto de trabajo, sin otras miras que vegetar en la rutina, el aburrimiento y recibir, al cabo, el suspenso de la vida, más doloroso y frustrante que un transitorio suspenso docente. Por eso, el fraude, además de una falta de orden ético, es una tontería. Engaña a quien lo comete, que seguirá andando de tropiezo en tropiezo hasta la derrota final. Para el logro de una carrera profesional exitosa en lo personal y socialmente útil, hay que convertir las antenas en radares concebidos para captarlo todo, tanto las transformaciones aceleradas de la ciencia, como los sucesos que estremecen al mundo y repercuten en nuestro desempeño presente y futuro.
En este siglo XXI, la invención tecnológica avanza a velocidad supersónica, amplía el acceso a la información, modifica las relaciones entre los seres humanos, acelera la obsolescencia del equipamiento y de la preparación técnica y profesional, impone un permanente reciclaje. Menos espectaculares, otras transformaciones se producen en la economía, la sociedad y la cultura. Para no formar egresados rápidamente desechables, la Universidad debe apartarse de puros métodos reproductivos, favorecer la investigación y el trabajo independiente, proporcionar las bases de una formación sólida en lo conceptual, estimular el espíritu crítico y la capacidad de análisis.
Joven que recién ingresas a la Universidad: aguza las neuronas y ajusta los radares. Estrena una nueva forma de aprendizaje todoterreno. El aula, los libros, las bibliotecas, los laboratorios, los maestros, ocuparán un lugar importante, pero nunca a espaldas de la vida. El intercambio con los compañeros, la participación activa en debates y en proyectos colectivos, también enseñan. Sirven para poner los pies en la tierra, probar fuerzas, afrontar obstáculos. La fuente primordial del saber está en el mundo real. La ciencia elabora sus esencias que habrán de volver a la vida, en función de servicio, para seguir creciendo en la reflexión y el estudio.