Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El mensaje

Autor:

Jesús Arencibia Lorenzo

«Todos los cubanos tienen que venir aquí», dice Osmany, el guía, con una certeza tan natural como los helechos, que parecen inmutables al desgaste de los siglos. Él, que sabe de estas lomas hasta el último carpintero, apenas suda en la escalada de 11 kilómetros hasta el techo de la Isla, allá donde el Universal conversa con la nube.

Nosotros, tratamos de seguirlo, no más. Intentando que las rodillas no se doblen demasiado. «Saca lengua», «El caldero», «El paso de la angustia»..., la sabiduría popular para nombrar estos trillos no se equivoca. Desde que uno madruga la loma, hasta que comienza a acercarse siquiera a la mitad de la aventura, hay tiempo suficiente para evocar a la familia entera, maldecir la mochila, acordarse de la alergia, que aquí no vengo más y quién me mandaría si yo estaba tranquilito allá en La Habana...

Pero uno sigue, en una mezcla de orgullo, capricho y temeridad, y trata de recordar a los profes de Educación Física —respiren profundo, alcen los brazos, cabeza erguida—, aunque te pasen por el lado tres muchachas que tal vez caminan con combustible de avión, y ya Osmany haya dado no sé cuántos recorridos entre la punta y la cola de este grupo novato de la Facultad de Comunicación, como si los peldaños bajo sus pies fueran una escalera eléctrica.

—Mira un tocororo, grita alguien. Y por primera vez en la escarpada nos detenemos. Este no es de libro, ni de postal; el pecho rojísimo le vibra mientras la montaña repite el sonido que le da nombre.

Los hombres debían ser como los tocororos, encaja Osmany, y nos cuenta que son aves fieles a su pareja; aunque un poco fajarines a la hora de conseguir vivienda, la que suelen arrebatarles a picotazos a otros emplumados. Por primera vez, escuchando al guía, reparamos en que los voladores de trinos más bellos no suelen tener un plumaje colorido, y aquellos que se visten con el arcoíris, no saben ni corchea del pentagrama. La naturaleza tenía que repartir parejo, sentencia el montuno.

Kilómetro 4, 5, 6... Señaléticas de madera con alguna información y un poco de ánimo. También con sus horrores ortográficos, como aquel «esfuerso»; pero bueno, hay que disculparlo, cuánto ESFUERZO habrá derretido quien trajo el cartel hasta aquí arriba.

Lo duro es hasta el Pico Cuba, apunta quien ya ha subido otras veces. Pero qué va, barrunta uno en su fatiga, lo duro es desde que arrancamos; lo duro es moverse hasta el próximo escalón y no tirarse en el piso; lo durísimo es pa’ bajo después de haber trepado todo esto. Son casi 2 000 metros de altura, tendidos a lo largo de esta culebra de loma; rascándole la barriga de piedra a la elevación más brava.

¿Quién se llevó el cartelito con el kilómetro 8? ¿Cómo diablos se midió esto? ¿Por qué me están halando la ropa? No hay metáfora más exacta de la vida que remontar el Turquino. Un estirado ascenso contra uno mismo, sin más premio que el irrepetible sabor a triunfo; o la desazón del vencimiento.

Y sí, uno llega. Después de siete horas chorreando, pero llega. Y allá en la cumbre, este día de abril como ninguno, caminando junto a Martí, una paloma mensajera. «En 20 años, jamás había visto una aquí arriba», se asombra Osmany. Avanza hacia ella. Logra tomarla. Nada tiene en el anillo. Sin embargo...

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