La esperas, y llega; no la esperas, y llega también. Ese es el ancestral lugar común que en el corazón del doliente se convierte en el más original de los sentimientos. Yo esperaba a José Manuel Galardy Alarcón en casa. Un par de días antes, habíamos hablado por teléfono; discutimos si debía ir yo a buscar el libro que él quería regalarme.
Mejor voy yo, decidió como siempre había hecho después que se mudó de barrio y cuya dirección me parecía complicada. No vino. En su lugar llegó la noticia de su deceso: el 20 de octubre, un infarto le sajó el corazón, tan noble y limpio como para dejarse matar. Y sin esperarlo, ni invocarlo. Porque entre tantas cosas que hablamos en más de 20 años de cariño filial de mí hacia él, nunca la muerte se metió en nuestras conversaciones.
Tal vez los lectores esperen de una crónica unas letras menos luctuosas. Desde mi experiencia, la he definido como un texto amable, a veces mechado con pasas de gracia. Pero sin dejar de ser un desahogo amable, lírico, incluso poético, hoy nada me sale de otra forma que no sea con la geometría del lamparón irreprimible que alumbra mi tristeza.
Dudo, sin embargo, en asociar el deceso de Galardy a la tristeza. Era viejo. Tanto como para poder contar parte de la historia de Cuba del siglo XX, como víctima doliente y como protagonista vencedor. Entre Contramaestre y Jiguaní osciló parte de su existencia. Fue amigo de infancia y juventud de Olo Pantoja. Ambos, y otros del mismo lar, recibieron el título de revolucionarios en las montañas.
Galardy, quizá como prueba de su ductilidad de carácter, en vez de a la Sierra Maestra trepó a las alturas del Rubí, en la Cordillera de los Órganos, en Pinar del Río. Ah, pienso ahora, cómo estará El Rubio —René González Novales—, ese guerrillero amigo compacto del guerrillero Galardy, y también amigo mío en la vecindad de la inmortal calle Gloria cuando éramos muy jóvenes… René, René, cuándo nos reuniremos para, en vez de callar un minuto en honor del viejo, hablar durante horas sobre Galardy. Hablar, hablar, porque ese es el mejor homenaje a José Manuel Galardy, conversador de cosas útiles, sabio de palabras sensatas, opinión iluminadora de recovecos oscuros.
Estoy triste. Pero casi no debía mojar mis dedos en las lágrimas que me sobrepujan. Galardy vivió en la condición virtuosa de ser útil y honrado. ¿Qué calló alguna vez, qué cálculo le pudo coser la boca cuando él estimaba preciso decir cuanto pensaba? Lo recuerdo así: enamorado de la historia, que ayudó a construir, y luego ayudó a escribir. Porque de Contramaestre nadie podrá pergeñar una línea si no lee las cuartillas de Galardy. Ni de Olo se podrá decir, ni del Capitán San Luis se podrá decir, ni de Tania, la guerrillera de quien Galardy fue uno de los entrenadores, y lo digo porque ya ese mérito, tantos años después, no debe estar con el sello de lo secreto.
La necrología de José Manuel Galardy tendrá que aparecer alguna vez entre los mejores y más modestos combatientes. Yo ahora quiero terminar hablando de cómo fundé mi amistad con él. Sucedió gracias a un diferendo epistolar. Una vez conté el episodio en una crónica para que él riera con la mesura de su discreción habitual. Había nacido para político, para dejar correr su voz familiar en el oído del que no entendía. Y una vez, a principios de los 90, tal vez en ese año, Galardy me envió una carta corrigiendo lo que él consideraba un error de enfoque en un texto mío. Era tan delicado su reproche que le respondí públicamente en Bohemia. Elogié, en primer término, la suavidad —que no excluía la firmeza— de sus reparos, y enseguida explayé mi defensa. Me visitó en la revista. Y luego empezó a traerme a casa los originales donde redactaba sus investigaciones, para que el periodista los corrigiera. En la dedicatoria de uno de sus libros publicados, me llamó «mi maestro».
¿Maestro yo, Galardy? ¿Maestro tuyo, de ti, que tanto habías vivido por la patria, que tanto habías hecho por mejorar a tus compatriotas? Maestro tuyo… Qué más yo hubiera querido, amigo, que te fuiste sin ir a verme y darme ese libro que ya nunca leeré.