Cuando inició la guerra en Libia, quizá todavía se escuchaba el eco del sonar de copas. Sin embargo, el brindis de EE.UU. por una supuesta «misión cumplida» en Afganistán, al parecer resultó demasiado adelantado. La nación centro-asiática está muy lejos de los objetivos que Washington se planteó cuando inició la «guerra contra el terrorismo» en 2001, mucho menos de la paz.
Los complejos ataques de los talibanes esta semana en el centro de Kabul, una ciudad que hasta hace solo seis meses era considerada segura, ha fracturado la credibilidad del discurso de los ocupantes. La Embajada de EE.UU., el cuartel general de la OTAN, las inmediaciones del aeropuerto civil y edificios gubernamentales afganos fueron los blancos escogidos por los atacantes, quienes usaron granadas, lanzacohetes, fusiles de alta precisión, e incluso, explosivos que cargaban algunos suicidas. Luego de 19 horas de fuego cruzado, aunque los talibanes fueron abatidos y los daños resultaron limitados, lograron sembrar el caos en una ciudad «protegida» por unos 9 000 soldados de la OTAN, y, sobre todo, consiguieron una gran repercusión mediática.
Expertos apuntan que se trata de un desastre psicológico para EE.UU. y sus aliados de la OTAN; a fin de cuentas, Obama ha ordenado la retirada gradual de sus tropas de Afganistán, a completarse en 2014, y ahora solo deberían concentrarse en traspasar el mando a los afganos y entrenarlos. Pero no es tan sencillo.
Diez años después del inicio de la aventura bélica, los talibanes dan claras muestras de que ni con más de 100 000 soldados, EE.UU. tiene el control. También pretenden demostrar que el publicitado proceso de paz entre el Gobierno y los «talibanes buenos» —intento de dividir las filas de los opositores— no van tan viento en popa como dicen. ¿Cómo puede ir bien en una nación insegura?
«Desde inicios de 2011 los ataques contra Kabul han sido más intensos y más largos, lo que muestra que los insurgentes están más informados y tienen mejores tácticas, al golpear objetivos rodeados de fuertes medidas de seguridad», subrayó Joshua Foust, miembro del centro de estudios American Society Project.
Lo cierto es que este tipo de ataques se ha convertido en el recurso más común de los talibanes, quienes evitan la confrontación cara a cara con los soldados aliados, y demuestran sus avances.
En junio, en un atentado suicida, nueve insurgentes mataron a 11 civiles y policías afganos en el hotel Intercontinental. En agosto, otros ocho civiles murieron en un ataque coordinado a la oficina cultural de la embajada británica. Mientras, en la conmemoración por el aniversario de los atentados del 11-S, los talibanes atacaron con explosivos una base militar en la provincia de Wardak, dejando un saldo de cinco trabajadores afganos muertos y 77 militares estadounidenses heridos.
En la escalada para enviar un claro mensaje, no había mejor blanco que la archiconocida zona verde de Kabul donde tuvo lugar la acción coordinada, una de las más vigiladas de todo Afganistán, protegida por sofisticados medios y tropas especializadas que integran esencialmente militares estadounidenses y británicos.
Para Foust lo que está ocurriendo no es más que una muestra de «la incapacidad, tanto de la ISAF (Fuerza de la OTAN) como de las tropas afganas, para enfrentar con determinación a los insurgentes en su empeño de imponer el desorden en la capital».
Lo dicho: diez años después y en medio de otra guerra, Afganistán envía potentes señales de alerta roja a la Casa Blanca. Y aunque no eran exactamente necesarios estos hechos —y los que pueden venir— para divisar la falta de credibilidad del discurso imperial, sí ilustran con mucha claridad que la paz y la estabilidad afganas podrían estar a años-luz. Definitivamente, los halcones brindaron por adelantado.