Aquel conocido mío había merecido justificada distinción. Disponía de todas las cartas para ganar, para triunfar. Nunca habría dicho que sería un hombre de éxito, porque jamás he podido conciliarme con todas las probables connotaciones turbias de semejante calificativo, en un rechazo, tal vez intuitivo, que el cineasta cubano Solás vino a reforzar con el trazado conductual y la trayectoria del personaje central de su clásico filme homónimo.
Sí podía afirmarse que la persona en cuestión poseía el inconmensurable tesoro de la juventud, cultivado a su paso por la Universidad, y en su propio empeño por alcanzar un notable refinamiento, despojado de altanería, que atraía al diálogo. El caso fue que inició temprano una carrera profesional en una importante institución, con resultados tan prometedores como para que le llovieran los más brillantes augurios, en un mundo por delante para conquistar.
Halagado en demasía en el seno familiar y admirado por los amigos más cercanos entre los de su promoción, en uno y otro ámbito, el de los socitos queridos, siempre se allanaba el pretexto para celebrar este ascenso o este otro viaje, y con el paso del tiempo lo excepcional derivó en cotidiano con descarguitas cargadas de tragos a domicilio o alrededor de la barra vespertina. Y así, imperceptiblemente, un día tras otro creció y se instaló el hábito, y más que eso, se tendieron la emboscada y la trampa de una dependencia que no se supo sortear.
Una noche en la que coincidí en una recepción, la alegría de reencontrarlo al cabo de unos pocos años se trocó de inmediato en profunda desazón tan pronto como ingirió apenas unas líneas de la bebida ofrecida y sus párpados pugnaron por cerrarse y su lenguaje se atropelló en débiles farfullos. Eran signos inequívocos de un alcoholismo galopante, por parte de quien menos lo hubiera esperado, porque a su presunta inteligencia le faltó la voluntad previsora y preventiva.
Más tarde me fui enterando con dolor del declive de lo que pintaba promisorio, cuando sus llegadas ebrio al trabajo y sus frecuentes estallidos de violencia lo condujeron a sucesivas demociones y sanciones, y al triste espectáculo de andar a tumbos, con la sola compañía de un frasco de cualquier temible invención etílica, expuesto al escarnio público y sordo por completo a los reclamos familiares de ponerse a cura. Un día me llegó la noticia de su fallecimiento a causa de una agresiva cirrosis hepática.
Así se perdió aquel joven de innegable talento y de futuro, y junto con ello la sociedad perdió también porque dejó de recibir los frutos por los que se había apostado, y acaso en buena medida por desconocer él o despreciar el sentido de los límites, de las consecuencias a mediano plazo de lo que se asume con ligereza extrema como diversión inofensiva o escape de la realidad, para «matar las penas».
Nunca será lo mismo alegrarse un poco más a causa de un acontecimiento excepcional, brindar alguna que otra vez, y acompañar la buena cena, como suelen hacer muchos mortales, que convertir el consumo de alcohol en una motivación dominante. Hay que dudar también de las presunciones de veteranos de bares de que a más tragos mejor rendimiento. A mi estimado conocido, por lo visto, esa creencia le pasó la cuenta.