No, García Márquez, este diario indagar los rostros de la realidad y contar sus historias, aunque apasionante y bello, no es «el mejor oficio del mundo».
Fabricar las fábulas cotidianas, llevar a las sociedades a mirarse en el espejo de sus virtudes y defectos, hacer Periodismo, todas las horas del día, es un encanto único; pero tomar en brazos a la propia existencia, conducirla por los caminos menos dolorosos y, después, pelear hasta con los dientes por alargarle el horizonte posible, esa, digo, es de veras la profesión más hermosa.
Y no descubro el agua tibia, claro. Sin embargo, estar cerca durante días de quienes llevan la ciencia y el arte de precaver y curar enfermedades a ritmo de prodigio, lo hace a uno conversar hacia adentro sobre los arcanos más indescifrables.
En una circunstancia familiar aciaga he visto por jornadas a los pediatras de la Sala de Oncohematología del hospital Juan Manuel Márquez correr literalmente detrás de sus casos; llegar antes de las siete de la mañana al centro hospitalario, y orientar exámenes, y ver los detalles de evolución de cada paciente, y poner su hombro de columna a los familiares, y mirar hasta el fondo cada síntoma, y respirar aliviados cuando los niños avanzan.
La muerte —me comenta la doctora Helen, mi buena amiga— es más natural que la propia vida. Aquella viene como conclusión, cierre de ciclo, desgaste y fin de los organismos; esta es la conjunción milagrosa de pequeñísimas posibilidades, desde el acierto de la fecundación hasta la multiplicación de células, tejidos, órganos, sistemas de órganos... No obstante, me dice, la misión perenne es invertir esta balanza y hacer más probable el latido que el quiebre.
La entiendo y recuerdo que el punto final de nuestros andares es tema eterno de la poesía, porque entra en las poquísimas cosas que el hombre nunca podrá entender. Cuánto se sabe en Medicina, cuánto ha avanzado el Homo sapiens desde que los rústicos ancestros experimentaron con sustancias y fueron descubriendo y sintetizando en compendios de sabiduría la manera más efectiva de sanar.
Pero qué inmenso es aún el universo desconocido para los galenos. Hasta dónde tienen que avanzar a tientas, como mineros de una caverna ignota, para poner aquí y allá el toque preciso, la píldora portentosa, la sangre, el paño untado de elixir vital.
Y a los pediatras, que a la ya inmensa misión suman el compromiso inenarrable de preservar el ángel de un niño, cuánto desvelo hay que agradecerle. Sin ellos, que lanzan como en un rapto las manos al vacío para apretar, vehementes y salvadores, lo más valioso de estos «locos bajitos», la poesía quedaría terriblemente amputada.