Los 1 000 infantes de marina estadounidenses que encabezan el despliegue de 30 000 efectivos adicionales para Afganistán, ya están listos para su misión. Para este fin de semana estarán sobre el terreno y sus superiores les advirtieron que sería una dura lucha. Sin embargo, para quienes habitan esa empobrecida nación, son más militares extranjeros. Ellos representan la ocupación: la guerra que no pidieron.
«Les dije a mis tropas que se dirigen aquí que se preparen para más combates y más víctimas, incluso les insté a que usen el tiempo antes del despliegue para aprender todo lo que puedan sobre la cultura afgana (...), los dialectos locales», aseguró cándidamente en Kabul el jefe de Estado Mayor Conjunto de EE.UU., almirante Michael Mullen (¿acaso estudios de arte y literatura sobre el terreno, míster?).
Se trata de más muerte, más guerra, y la tarea de «pacificar» ese país en los próximos 18 meses, tiempo previsto por el presidente Barack Obama para la retirada. ¿Cuánto se sacrificará para cumplir dichos objetivos?
Con las tropas adicionales, los efectivos de EE.UU. superarán los 100 000, y las fuerzas de la OTAN también anunciaron refuerzos, unos 7 000. En medio de ese panorama se acrecienta la violencia interna, sin que tanto militar armado hasta los dientes haga la diferencia. Muchos dudan de la efectividad de la nueva estrategia de guerra del más reciente Premio Nobel de la Paz. Los afganos, los primeros.
Y tienen razón para tanto escepticismo. Cada año, desde 2001, solo ven aumentar dramáticamente la pobreza, sus tierras cultivables que se llenan de opio, los platos vacíos, los niños trabajadores que deberían estar en la escuela, y un país en ruinas, asolado también por la corrupción.
Ahora les llegan más militares y la advertencia de que tienen que hacerse cargo del desastre nacional. Pareciera que es únicamente su responsabilidad. Como si todo cuanto ocurre hoy no fuera resultado de la locura de la guerra y la ocupación extranjera en nombre de «la cruzada contra el terrorismo» made in Mr. Bush.
«Debe quedar claro que los afganos tienen que asumir la responsabilidad de su propia seguridad y que EE.UU. no tiene interés en luchar una guerra interminable en Afganistán», insistió Obama en el discurso en el que reveló el envío de más tropas a pesar de las críticas.
Los planes, tanto para cualquier residente en Kabul —la capital— como para un campesino en la más remota montaña, deben de ser más de lo mismo. La paz suena muy lejos.
Una nueva jornada en Afganistán: Alguien muere irremediablemente, sin que ello represente ni un leve movimiento muscular en el rostro de los grandes estrategas militares; concluye una conferencia sobre corrupción inaugurada por el presidente Hamid Karzai, excelente puesta en escena para que Occidente recupere la confianza en el que ha sido «su hombre», mientras los afganos le suenan trompetillas; un día menos para que lleguen los primeros y entrenados refuerzos del Pentágono.
Los salvadores, que en los próximos meses deberán lograr lo que no han podido sus colegas durante ocho años, tienen «claridad» sobre la compleja situación. Según sus jefes están «entrenados» para obrar el milagro. Pero los afganos no les darán la bienvenida: andarán atareados en dar de comer a su prole.