Creo abrigar la certeza de que muchos de mi generación, y tal vez de la inmediata después, grabaron muy bien la conducta de nuestros padres cuando en tiempos escolares llegábamos a la casa con un artículo desconocido allí. Sin demora, en caliente, enfrentábamos un celoso escrutinio tutorial que terminaba esclareciendo la procedencia de lo traído y si fuera menester con su devolución a la mañana siguiente. No importa que fuera un lápiz usado, una goma de borrar gastada o un simple juguete de bolsillo.
Con el paso de los años y la madurez alcanzada, por lo general terminamos valorando de otro modo lo que en su momento consideramos exageración e intransigencia. Y más importante aún, empezamos a concebir aquella actitud de los mayores como una acción indispensable y oportuna para construir la honradez y el respeto hacia la pertenencia personal ajena, lo que más tarde reproducimos cuando nos tocó pasar por la misma experiencia paterna o materna.
Sin embargo, a menudo experimento el escozor de la ruptura de la cadena de enseñanza. Si los válidos legados éticos se soslayan; si se pasan por alto, con total indiferencia y tolerancia, los trasiegos de artículos, contemplados hoy como inocencias infantiles, mañana, ya muy tarde, serán una viciosa costumbre. O peor aún, si se congracian como presuntas habilidades convenientes para el cínico malentendido de que la futura vida de adulto será en una jungla en la que vencerá el más agresivo, ventajista e inescrupuloso.
Percibo también que cierto afán consumista igualitarista, a cualquier precio, incluida la sustracción, se traslada a la escuela, y coloca a niños y niñas en una insana puja por lo que llevan encima, sin respetar que somos un conglomerado de gentes diferentes con circunstancias diferentes, y sin subrayar lo esencial de la convivencia y el aprendizaje en las aulas. Y este es un tema que merece por sí solo una reflexión posterior con el aporte de maestros y padres.
Se equivocan quienes piensen que a la escuela, como si fuera un mero servicio, le toca la única responsabilidad de forjar los valores de las nuevas generaciones, porque en rigor se empieza en la familia y se articula con las instituciones docentes y la sociedad en su conjunto, en la que los medios masivos desempeñan un papel destacado.
Tampoco vale achacar los descuidos de la educación en el seno del hogar a las tensiones de la vida material, por difícil que sea, ni acomodarse a una lectura vulgar de la economía política, que deja todo lo demás a que «mejoren las cosas». Precisamente en tiempos de vicisitudes es cuando lo ético y lo espiritual poseen su mayor poder salvador, de cara al porvenir.
Hace poco una colega se alarmaba en uno de nuestros periódicos de que en un parque de diversiones, cuando los coches se deslizaban sobre pelotas, algunos niños alentados por los padres se las lanzaban e iban a parar a los bolsos de esos irresponsables mayores, inconscientes del tremendo daño que ocasionan.
Algo así sería impensable ni remotamente para los abuelos, que más que para cuidar nietos y transitar los mercados, que no deja de tener importancia, deberían tenerse sobre todo como sabios transmisores de tantos valores atesorados, imprescindibles en cualquier tiempo. No para sufrir como ese personaje cotidiano de la televisión que con brillante organicidad encarna Aurora Basnuevo, cada vez que se pregunta con visible desazón ante eslabones rotos de la cadena familiar: Y ahora, ¿cómo quedo yo?