Me acomodé —nos acomodamos— ventilador y un refrescante Cubanito mediante, para presenciar cómo se iba a despejar la duda sembrada sobre su incierto debut en la pista berlinesa, o delirar con el triunfo a que nos tiene acostumbrados.
En segundos vino el sorprendente resultado: Dayron Robles, nuestro ídolo, sin dudas el mejor en 110 metros con vallas, no pudo. Ahora, en la carrera, lo vimos tumbar obstáculos que con tanta maestría y elegancia sobrepasa siempre.
Sufrimos, nos encabronamos y al final nos consolamos al asumir que había, corajudamente, hecho un esfuerzo descomunal. Y esto de caer, como suele decirse, con las botas puestas, reconfortó en ese momento la derrota que se esfumó, realmente, mucho antes de que saliera a correr este jueves.
Él mismo lo anunció 24 horas antes del desenlace: «Tengo una complicación en mi pierna de ataque, no una lesión propiamente dicha. Me falta potasio en los músculos y entonces los tengo demasiado rígidos», explicó.
Y para afianzar que se trataba de algo nada sorprendente afirmó: «Todos estamos expuestos a lesionarnos y tenemos que trabajar para recuperarnos. Lo que más deseo es cumplir mis objetivos».
No hay duda de que él fue quien más profundamente sintió no poder en esta ocasión llevarse el triunfo. Y más porque había anunciado que deseaba, de todo corazón, dedicar el éxito a nuestro Comandante en Jefe.
Como casi todos los cubanos que vimos la carrera, estoy seguro de que Fidel se sintió bien, aunque él no ganara, porque demostró allí esa estirpe que distingue a los corajudos.
Pienso, sin embargo, que nuestro campeón nunca debió salir a competir. Incluso, tal vez debió ser persuadido de no hacerlo.
Si él conocía, como reveló, el problema que tenía, que lo limitaba, no debió arriesgarse no solo a perder esa competencia, sino a dañarse aún más, aunque defraudara a sus millones de admiradores en todo el mundo.
En definitiva, su prestigio, el aval que le concede su presencia en esta competencia y el respeto a sus seguidores y en primerísimo lugar a sus compatriotas, lo llevaron a salir a la pista y entregar, más allá de la medalla, ese ejemplo de bravura que obliga a quitarse el sombrero.