Sucedió en el corazón de una ciudad resplandeciente, en un llamado centro de «excelencia», decorado y encristalado, de los que venden productos exquisitos y poco comunes (en moneda nacional, vale aclararlo).
El cliente observó a distancia unos dulces de coco que reposaban apetecibles tras un mostrador, como prueba de que ciertas elaboraciones no son privativas del sector particular. Y allá fue el hombre, con la boca hecha un manantial.
Sin embargo, de cerca, vio que el presunto manjar se había convertido en la pista de aterrizaje de cierta mosca obesa que practicaba, feliz, distintos tipos de vuelos y deslizamientos. El insecto se frotaba las patas delanteras en cada golosina y... ¡a gozar!
Entonces el consumidor, aunque había renunciado ya al coco azucarado, quiso comunicar la noticia del hallazgo de aquel aeropuerto entre cristales: «Compañera, una mosca».
Ah, pero la dependienta se encogió de hombros, volteó la cara; y en el lenguaje de sus ojos retorcidos pudo leérsele el cartel lumínico de: ¡y a mí qué me importa! «Oiga, una mosca, ¿no la va sacar?...», se quejó él ante la indiferencia.
Luego de la reclamación, ella (la mosca grande) gritó enojada: ¡Juaaaaana tráeme un paaaaño! El cliente se marchó varios minutos después. Nunca supo si la tela mágica espantamoscas la fueron a buscar a Madagascar o Pañilandia.
Lo cierto es que mientras caminaba de retorno a su hogar pensó no en la mosquita viva de los dulces sino en la actitud de aquella vendedora muerta, con tan poca aptitud. Reparó, en el camino, en que ella no es, lamentablemente, la única a lo largo de la nación a la que le importa un átomo vender un producto mosqueado, manoseado, trasnochado o mal herido.
Remarcó que no es la única cuyo sentido de pertenencia se lo llevó hace rato volando una moscota o mosquito flaco, da igual.
Y se dolió al comprobar cómo un «simple detalle» de un ser humano puede estropear todo el fulgor de una entidad y hasta el esfuerzo de cualquier «aguerrido colectivo», como dice un personaje de la televisión.
Un simple detalle vinculado al típico «me da lo mismo» o al maltrato, puede tirar al piso la estrella más alta; puede hacer tremendamente amarga la mercancía más dulce, reflexionó el hombre.
Recordó, en lluvia retrospectiva de imágenes, la ocasión en que el empleado de una terminal maquillada hasta en los calcañales, le vació en la cara una virulenta respuesta, acaso nacida de la mala noche anterior en su morada.
Repasó los pasajes similares en un flamante expendio de hamburguesas, en una hermosa tienda recaudadora de divisas, en un restaurante de «lujo». A todos esos centros pomposos en su fachada les faltó un detalle, ese que emerge de la cortesía, la amabilidad y el interior de las personas que cada día topan con el público.
Rememoró la lucha sin cuartel de las autoridades de su provincia, las que aspiran en todo momento a una «cultura del detalle» en cada rinconcito. ¡Qué difícil, tamaña tarea! se dijo.
Y de paso se formuló una pregunta: ¿Se habrá ido volando también la llevada y traída idoneidad? Así, descubrió el agua tibia: esa célebre señora sigue siendo una asignatura pendiente de los servicios en la nación. Descubrió luego el agua fría: la selección y preparación del personal, hasta en las unidades de primera, tiene baches, cráteres, entuertos, «amiguismos», manchas... desde hace rato, pero sigue igual.
¿Tendrá solución algún día ese problema en un sector poco remunerado y poco reconocido socialmente?, se volvió a interrogar el cliente. Cuando elaboraba una respuesta filosófica, un pregón lejano de un hombre de a pie lo despertó: «¡Cucurucho de coco rayado aquí, ven cógelo!». Inmediatamente pensó en cuántas moscas habían saboreado ya aquel hipotético primor.