A cierto realizador fílmico latinoamericano, famoso por el contenido trágico de sus relatos, lo entrevistaron cierta vez y le preguntaron en torno a la visión amarga y pesimista de sus personajes. Indagaba el periodista además sobre la indiferencia de estos para con sus semejantes.
Por respuesta, dicho creador refirió: «En la Grecia antigua, cuando zozobraba un navío, los hombres del pueblo inquirían raudos sobre su procedencia. Al saber que no era de los suyos, contemplaban, con placer, cómo se hundía en la playa».
En Oros Viejos —ese libro clásico del escritor hispano-cubano Herminio Almendros que todo niño y joven debiera degustar—, existe un cuento titulado Isapí, el cual refiere la historia de una bella india así nombrada, quien se destacaba, además de por su esplendor, por su insensibilidad ante la suerte del prójimo.
Cuenta Almendros que «era muy hermosa la joven india Isapí. Su padre era el jefe de la tribu. El anciano miraba a su hija con una gran ternura, como miran los padres a los hijos que no son felices.
«Venían a verla y a rendirse ante ella los más fuertes guerreros. Pero Isapí no respondía al amor de ninguno. La más bella de la tribu no podía amar porque era fría y dura de corazón. (...). Por eso la llamaban la que nunca lloró, porque nadie vio nunca lágrimas en sus ojos negros».
Isapí no se compadecía de nadie. En la recreación de esta vieja leyenda guaraní se suceden varios personajes que reclaman su atención: una anciana encorvada y temblorosa, una mujer con un niño en los brazos..., seres a quienes bien hubiera podido socorrer, de aconsejárselo su corazón.
Pero la princesa indígena, inconmovible en su orgullo, no ayudaba a nadie. El mito y la literatura le reservaron un final tan triste como aleccionador. Una hechicera la convirtió en «árbol bienhechor, de cuyas hojas se desprende un rocío fino y abundante. El isapí es hoy la doncella que llora siempre para proteger a los demás con su llanto».
Regresaba hace pocos días de Varadero a Cienfuegos en un ómnibus que sufrió una rotura a la altura del entronque de la Autopista Nacional y Jagüey.
Todos los pasajeros, sin remedio alguno, descendimos al suelo humeante de las tres de la tarde, en la principal vía interprovincial del país.
Bajó, entre nosotros, una anciana que viajaba hacia el municipio cienfueguero de Aguada de Pasajeros. Al poco rato de soportar la fiereza de la canícula, y tras una lluvia de ocasión, un camión le paró a tres muchachotes que iban precisamente hacia el citado lugar.
Luego de entregar al conductor los pesos de rigor como pago a la parada salvadora, no incluida en el itinerario del vehículo, los jóvenes saltaron con la agilidad propia de sus años hacia la cama del camión.
La anciana, tan solo a unos pasos de ellos, les preguntó con insistencia hacia dónde se dirigían. Ninguno de los tres, y tampoco ningún otro de los que estaban allí con anterioridad, le respondió. Ni siquiera tuvieron el decoro de mirarla a la cara.
Tragó en seco la pobre señora y siguió a la espera.
La escena se repite en ese y otros lugares con recurrencia insospechada. Los ámbitos y formas de expresión pueden diferir, pero el fenómeno de la ausencia de solidaridad se ha entronizado con fuerza mayor en el panorama insular durante los últimos años.
El individualismo, la propensión al me salvo yo y me importas un pito tú, tan ajeno a los valores preconizados en esta sociedad, podrían ocupar aún más terreno en la medida en que no se imponga ese baluarte redentor que es la solidaridad. Es una obra común de muchas manos.
De no cerrar filas alrededor de esta hoguera luminosa, podríamos ser defensores, acaso sin saberlo, de toda esa partida histórica de legionarios del pesimismo. De esa gente que mira las manchas del Sol en vez de su luz y se refugia en la miseria y no en la gracia.
Si los griegos antiguos no tuvieron quienes les enseñaran a no alegrarse del dolor ajeno, e Isapí debió ser convertida en árbol por su desatención al género humano, nosotros tenemos como espejo el diario ejemplo del trabajo colectivo, la labor de todos y el sudor en grupo.
Y además, el modelo del desinterés y el altruismo de muchos coterráneos.
Cuba es lo que es en virtud de ello. Si lo olvidáramos, tendríamos muchos espectadores, desde otras playas, bendiciendo un deseado naufragio.