«¡Soldado Paz, usted ha sido asignado al pelotón de los mechones!». La voz del oficial percutió en mi vergüenza como choque de platillos en mi cabeza. Sentí que me mandaran a las estepas rusas.
Año 70. Zafra de los Diez Millones y yo, un lampiño que no superaba las 120 libras, lo que se decía entonces un «bitonguito», cumplía mi servicio militar en la tristemente célebre contienda azucarera, escenario de tantas paradojas y estrategias que no lograron concretar la utopía, y donde mis manos, en lugar de un fusil para defender la patria, tomaban una mocha frente aquella otra batalla que era la económica.
«Pelotón de los mechones» le llamaban porque a él iban a parar los soldados que no querían o no podían cumplir la meta diaria en el corte de la caña. De manera que sus integrantes comenzaban su faena antes del amanecer y regresaban al campamento bien entrada la noche, siempre amparados a la luz de aquellos improvisados faroles carreteros hechos con una lata vacía, un pedazo de soga como pabilo y un poco de keroseno.
Los que no podíamos con la norma teníamos que convivir con los que no querían hacer su parte. Muchachos que el tiempo me ha permitido llamarles inmaduros en lugar de desleales, que llevaban al campo lo mismo una cámara fotográfica que un juego de ajedrez para echar un partido sobre una pila de caña; capaces de dormir todo el día escondidos dentro de un plantón o, en acto de cobardía camuflado bajo el equívoco uniforme de la guapería, llevarse, de un tajazo, el tendón del pie o de la mano para causar baja o irse al hospital militar por el tiempo que durara la zafra.
Por la brigada pasaron montones de jefes. Duraban lo que un merengue a la puerta de un colegio al no poder hacer entrar en cintura a la tropa. Gritaban y vociferaban, corrían de un lado a otro del campo queriendo dar contracandela a aquellas actitudes rebeldes; algunos pararon en el Psiquiátrico, otros fueron «tronados» por incompetentes y los más pedían ser trasladados a otros batallones.
Y, en medio de aquella inútil batalla, era yo el antihéroe asustadizo como un cervatillo, desvelado más de una noche con la idea fija de la fuga como solución a la impotencia de no poder cumplir la norma por mi falta de fortaleza física más que de disposición, que de retorno a la barraca tenía, ante mí, el cáliz de la burla de los muchachos de mi pueblo que eran macheteros de alto rendimiento.
Una mañana llegó como el jefe número 12 en mes y medio, y todos pensamos: «este vuela, también, como penca ‘e coco». Pero no charlataneó con amenazas ni se presentó a lo Rambo. Simplemente tomó en sus manos una mocha y se dispuso a sacar su norma. Al segundo día creímos que lo habían enviado a la brigada porque era sordomudo, ya que no se viraba como los demás, iracundo, a mirar quién cantaba, a voz en cuello, Obladí, Obladá. Nos observaba como un somatón que busca hacer una radiografía del alma de cada uno. Se detenía solo para empinarse el porrón de agua y, luego, volvía a su faena.
A la semana, los reclutas comenzaron a olvidar las estrategias de «majaseo» con las que a más de un jefe le dieron el jaque mate, y las mochas, con su metálico «¡chazz!» al tumbar la caña, comenzaron a restablecer su laboriosa sinfonía, en medio del más absoluto silencio.
Una mañana Martell, como le llamaban a aquel guajiro fuerte, de un marcado acné, del cual se decía que venía de Sagua la Grande, me pidió que fuera su compañero de corte. Y no supe si se burlaba de mí o era tiempo ya de enviarlo al psiquiatra. Pero lo cierto fue que me convirtió en milagro. Como un samurai criollo me develó los secretos del corte y me enseñó a blandir la mocha para que me permitiera, luego del primer corte en la raíz de la caña, los tres trozos que exigía la alzadora para poder subirla, luego, a las carretas.
Definitivamente había cambiado la esencia de la tropa sin apenas levantarle la voz..., sin siquiera decir que era el jefe, y yo, el «findingo» machetero con quien no podía contar para nada aquella zafra de los sueños, comencé a cumplir la norma y regresé, triunfador, al pelotón de origen, cuando los mechones dejaron su protagonismo vergonzoso y fueron, definitivamente, olvidados en la barraca.