Por estos días el nombre de José Martí vive a flor de labios. Son jornadas de remembranzas y tributos a la virtud del hijo humilde que se dedicó por entero a la obra mayor de fundar la Patria.
Y para hablarle a un grupo de niños que me invitaron, escogí el libro Martí a flor de labios, de Froilán Escobar. Es un texto conmovedor, una ventana por la que uno se asoma para ver al héroe a través de los ojos de unos ancianos que eran niños cuando Martí, Máximo Gómez y sus compañeros de expedición, pasaron por las montañas guantanameras luego de su desembarco por La Playita de Cajobabo, en 1895.
En el prólogo, el poeta Cintio Vitier confiesa: «Este libro es un suceso prodigioso. Después de la vida y la obra mismas de Martí, no conozco otro semejante». Y el secreto es la sencillez de los retratos que del Apóstol hacen aquellos privilegiados que lo tuvieron delante y escucharon su voz.
Hay una filosofía muy honda en esas humildes reflexiones. Recojo solo algunas de las que más me conmovieron: «Lo que es pobre no es el mundo, lo que es pobre es la alpargata que se pone sobre de él». «Hay momentos que son toda una vida». «Me parece que no es verdad, que nosotros lo inventamos por las ganas que teníamos de que alguien como él pasara por aquí. Pero no, Martí estuvo, vino a pasar y se quedó». «La gente vive, vive, vive, y no piensa lo que vive». «Hasta para ser bueno hay que tener gracia. Los bejucos penden de las matas, y hacen maromas, pero no son gajos». «Donde queda gente es donde queda historia. Martí no se ha parado de decir. ¡Él sigue llegando a mi casa!»
Y sorprenden las descripciones que hacen de su figura: «Como era de mucho pensar, tenía sus momentos, sus barruntos. Entonces se paseaba en un silencio, sin las conversaciones habituales de él. Yo lo presencié también así, como si lo azotara de pronto alguna frialdad y se recogiera para adentro». «Martí era un hombrecito y lampiñito, de los ojitos negritos como azabache, que no pasaba la mirada. Un hombrecito muy vivo, de mucho ver. Yo creo que él tenía el primero en la fila el día que inventaron los ojos». «Traía un pantalón y una camisa medio oscura. Vestía como Gómez, con un chaquetón verdoso y unos pantalones prietos. Era un hombrecito espigadito y cabezón que hablaba muy bonito; decía lindezas. Para aceptar lo que le daban siempre decía: “Bueno, si es gusto suyo”». «...todavía Martí me viene al resuello de la memoria, con la mano pensativa, sobre la boca, y riéndose con ojos, porque la luz de un solecito se filtró grande entre los gajos, hasta que se posó parada en la tierra». «Era un hombrecito que a veces le costaba echar el habla, porque se quedaba, muy detenido en el sentido de su vista. Era su manera, parece, de aquilatar, de meterse por hondo. Se iba del mundo, y después, de pronto, volvía natural, ahí, delante de uno».
Y por último quisiera comentar la manera en que el libro refleja la impresión que les causó su visita y su muerte. Hay momentos en que uno cree que aún queda tiempo de que ocurra un milagro, como cuando escuchamos al hijo de José Rosalía Pacheco, el prefecto de Dos Ríos, en cuya casa vivió Martí sus últimas horas, comentar el momento postrero del infortunado combate, aquel 19 de mayo de 1895. Dice Toñé: «...si yo tengo siquiera 15 años, ese día no matan a Martí, porque yo lo vi cuando el venía en el caballo y era muy fácil que cogiera el monte. El español peleaba en el camino, en los claros y eso; en el monte, no. Y yo vi a Martí que venía y metí un tirón de brazos a mi mamá, pero como ella estaba aterrillá del miedo de que nos mataran a todos, me jaló más duro a mí. Si yo llego a tener 15 años ese día, no lo matan, porque yo cojo y lo meto en el monte, en la manigua, y pasa el fuego y se van los españoles y él se queda vivo».
Carlos Martínez, uno de los prácticos que les ayudó en la ruta, dice de cuando se separaron: «Yo me quedé extraño. Yo creo que fui hasta mi casa sin hablar, como con un nudo aquí en el pecho, mirando todo lo que él había mirado, todo lo que él nos enseño a mirar, que nosotros antes no veíamos. Ahora me parece mentira que yo lo he visto (...) estos ojos míos, así ciegos y todo como están yo los quiero mucho, porque estos ojos vieron a Martí».
Salustiano Leyva, el mismo del documental Mi hermano Fidel, expresará conmovido: «Yo nunca estrené escuela, pero sé que Martí sirve para vivir, por eso no desexistió para nosotros, por eso, así derrengado y todo como estoy, si se ofrece, si en nombre de él me llaman, yo hasta gateando camino».
Así, siempre a flor de labios, desanda el Maestro los tiempos y las generaciones de su querida Isla, más allá de sí mismo, porque es una verdad rotunda la que en su cristalina ciencia expresa el propio Salustiano: «Nosotros concurrimos a desaparecer, pero Martí, no. Mientras haya cubanos Martí va a existir».