Apenas encendí la luz del cuarto, zarandeé a mi hijo en la cama y le pregunté: «¿Cuál es la raíz cuadrada de un trébol en primavera?». Mi plan era espabilarlo y de paso burlarme un poco de su obsesión con los repasos, pero no demoró ni tres segundos en replicar: «Con suerte, dos».
Yo esperaba un gesto de reproche o un ¡Déjame dormir!, no una respuesta lógica, así que pregunté, a riesgo de parecer más tonta: «¿Y por qué dos?» Y ahí sí abrió los ojos para reírse de mi estupor: «Porque si tengo suerte puedo encontrar un trébol de cuatro hojas».
Amén del orgullo que siento ante cualquier ingeniosidad de mi flaquísimo hidalgo, hoy recuerdo la anécdota con ánimo solidario, pensando en las miles de familias que por estos días enfrentan las pruebas de ingreso a la universidad, una experiencia que como todo en la vida pasa pronto, pero ¡cómo se sufre!
Las estrategias para lidiar con esa presión son tan diversas como las familias que aguardan al otro lado del pupitre, porque no hay dudas de que en esos tres exámenes pesa tanto el estudio del último semestre como el instinto de búsqueda o el ánimo de resignación que sembramos en esas cabecitas desde su primera pregunta ingenua.
Adolescentes al fin, cada quien tiene su mística para lidiar con sus miedos. Conocí algunos que optaron por no peinarse hasta que publicaron las notas. Otra pospuso el sí al devoto enamorado para no dividir la suerte. Una tercera iba todos los días a casa de una vecina a regar las plantas, porque en su casa desde diciembre nada más le permitían estudiar, estudiar, estudiar, y necesitaba despejarse.
Como quiera que se mire, se trata de la primera generación educada totalmente en el siglo XXI, sujeta a múltiples experimentos dentro y fuera del hogar. Es también la camada de los natos digitales, en la que muchachas y varones se sienten más a gusto cuando dialogan a través de pantallas y nos confunden con sus gustos y proyecciones; la que más «palos» se ha llevado en esta lid existencial entre el ser y el tener, el saber y el demostrar.
Para mi generación, que les dio vida, llegar a casa con un título universitario era una meta natural, y casi no teníamos nada más de qué preocuparnos, como elegir marcas de ropa o programas en la TV.
Hoy estudiar es un camino más angosto, poco asociado al éxito a corto plazo, y como el conocimiento no es lo único que crece a velocidad exponencial, es difícil sintonizar con todo lo nuevo que surge en materia de ciencia y pacotilla.
Buena parte de quienes enfrentan los actuales filtros universitarios lo hacen por mandato familiar; pero hay un por ciento significativo que asume ese camino con un profundo compromiso personal, y sería ingrato no reverenciar ese inteligente gesto en quienes tomarán las riendas del país a la vuelta de unos pocos lustros.
Aquella mañana me alegró ver a mi hijo salir de la casa con auténtica ecuanimidad, liberando los nervios a base de bromas matemáticas con sus amigos más cercanos. Al terminar, su primera llamada fue para la novia, que en otro municipio pasaba por el mismo «tormento».
Más allá de ganarse el derecho a elegir derroteros profesionales, David, Eva, Ibrahim, Nelson, Brian y tantos otros estaban afincando esa semana su escaños en la pirámide social, no solo porque están «escapa’os», sino porque aprendieron a beber de los libros y explotar las fortalezas individuales en beneficio mutuo, lo cual habla también de su madurez para enfrentar otros ingresos a la vida adulta.
En cuanto a mi pareja favorita, nunca pedí que estuvieran en el hit académico para sentirme afortunada, pero me alegra ver sobre su mesa, además de música y novelas de vampiros, otros clásicos de las artes dramáticas y una pizarra con fórmulas de física nuclear.
Entre sus referentes familiares ellos privilegiaron el amor al estudio, y desde ahora asumo que la raíz cuadrada de sus sueños será dos para todo lo que decidan emprender en la vida.