Aún en 1920 la policía de Chicago consideraba a Lucy González como «más peligrosa que mil insurrectos»”.
Nació esclava en 1853, en un poblado de Texas, territorio que cinco años antes había pertenecido a México. Fue hija de una negra mexicana y un indio de Alabama. Quedó huérfana a los tres años. Apenas pudo trabajar, la enviaron a los campos de algodón.
Se casó a los 19 años con Albert Parsons, joven veterano de la Guerra de Secesión (1860- 1864). Casi eran una pareja ilegal: las «mezclas» raciales estaban prácticamente prohibidas en los estados sureños. La vida social no la llevaban fácil, menos siendo de los pocos activistas por los derechos de los negros, en tierras de racistas. Las amenazas a sus vidas los obligaron a partir hacia Chicago en 1873.
Ni bien habían desempacado los pocos bártulos y ya participaban de la vida política. Para comer, Lucy se dedicó a elaborar ropa femenina en casa, y él trabajó en una imprenta. Ella empezó a escribir, gratis, en el periódico The Socialist. Luego ayudaron a fundar The Alarm, vocero de la Asociación Internacional de Trabajadores. Ella escribía sobre el desempleo, el racismo o la función de las mujeres en la política.
Lucy tuvo un gran protagonismo en la organización de las obreras, principalmente en las fábricas de textiles. Eran las más explotadas. Ni sus dos embarazos fueron impedimento: casi salió de reuniones en las factorías, a los partos. Con el apoyo de Albert se dedicó a colaborar en la creación de la Unión de Mujeres Trabajadoras de Chicago. En 1882 ésta fue reconocida por la Orden de los Nobles Caballeros del Trabajo, una especie de federación. Un gran triunfo: hasta ese momento no se aceptaba la militancia femenina.
Siempre contaba con Albert. Y Albert con ella. De él no sólo tenía el apoyo político, sino que compartían la atención a los hijos y al hogar.
La lucha por la jornada de 8 horas se convirtió en la principal reivindicación nacional. Hasta niñas y mujeres debían trabajar 15 o 18 horas para ganar apenas con qué comer.
El presidente estadounidense Andrew Johnson había promulgado una Ley que establecía la jornada de ocho horas, pero en casi ningún estado se quiso aplicar. Los trabajadores llamaron a una huelga para el primero de mayo de 1886. La reacción de la prensa fue virulenta. El 29 de abril el Indianapolis Journal hablaba de «las fogosas arengas de truhanes y demagogos que viven de los impuestos de hombres honestos».
Como en otras ocasiones, Lucy y Albert marcharon junto a sus hijos. Los Parsons habían estado tensos y expectantes porque el Chicago Mail, en su editorial, había tratado a Albert y a otro compañero de lucha de «rufianes peligrosos en libertad». Y exigía: «Señálenlos hoy. Manténganlos a la vista. Indíquenlos como personalmente responsables de cualquier dificultad que ocurra».
En Chicago, donde las condiciones de los trabajadores eran peor que en otras ciudades, las huelgas y movilizaciones continuaron. Para el día 4 se convocó a un acto en el Haymarket Square. Albert fue uno de los oradores.
El acto terminó en total orden. Unas 20 mil personas habían participado. Empezó a llover y los manifestaste se fueron marchando. Los Parsons decidieron tomar chocolate en el Salón Zept´s.
Quedaban unos 200 manifestantes. Y contra esos cargó un grueso contingente de policías. Una bomba de fabricación casera explotó matando a un oficial. Los uniformados abrieron fuego. Sobre la cantidad exacta de muertos nunca se informó. Se declaró el estado de sitio y el toque de queda. En los días siguientes se detuvo a cientos de obreros. Algunos fueron torturados.
De la bomba fueron acusadas 31 personas, de las cuales 8 quedaron incriminadas. El 21 de junio empezó el juicio. Después de discutir la situación con Lucy, Albert apareció ante la Corte exclamando: «Nuestras Honorabilidades, he venido para que se me procese junto a todos mis inocentes compañeros». El juicio fue una burla a la justicia y a las normas procesales. La prensa se lanzó en una campaña condenatoria. Fue un juicio político porque nada se les pudo comprobar. Un linchamiento. El Jurado declaró culpables a los ocho acusados: De ellos, tres fueron condenados a prisión y cinco a la horca. Parsons estuvo entre los condenados a muerte.
En la sala hizo presencia el periodista José Martí, futuro apóstol de la independencia de Cuba. El 21 de octubre, el diario argentino La Nación le publicó un artículo. En él describía la actitud de Lucy cuando se dictaba sentencia: «Allí la mulata de Parsons, implacable e inteligente como él, que no pestañea en los mayores aprietos, que habla con feroz energía en las juntas públicas, que no se desmaya como las demás, que no mueve un músculo del rostro cuando oye la sentencia fiera […] Ella aprieta el rostro contra su puño cerrado. No mira; no responde; se le nota en el puño un temblor creciente…».
Lucy, acompañada de sus hijos, empezó a recorrer el país durante casi un año. Explicaba el caso. Hablaba de noche y viajaba de día. Escribió centenares de cartas a sindicatos y distintas autoridades, tanto de Estados Unidos como de todo el mundo. La solidaridad que nació fue inmensa.
Aún así, el 11 de noviembre de 1887 se cumplió la sentencia. Años más tarde, Lucy recordaría la mañana en que llevó a sus hijos hasta donde tenían a los condenados. Ella pidió: «dejen a estos niños dar a su padre el último adiós». La respuesta fue retenerlos. «Nos quedamos encerrados en la estación de policía, mientras que el infernal delito se consumaba».
Poco antes de que lo ahorcaran, Albert le escribió a Lucy: «Tú eres una mujer del pueblo y al pueblo te lego…».
El 1 de Mayo, como Día Internacional de los Trabajadores y Trabajadoras, fue acordado en el Congreso Obrero Socialista, celebrado en París en 1889. Era el homenaje a los Cinco Mártires de Chicago. Al año siguiente se conmemoró por primera vez. Lucy participó en la manifestación realizada en Chicago.
Ya era conocida como «la Viuda Mexicana de los Mártires de Chicago».
Ya los patrones venían aplicando la jornada de 8 horas. No había sido en vano el sacrificio.
Tras el ahorcamiento de su esposo, Lucy siguió recorriendo el país, organizando a las trabajadoras y escribiendo en periódicos sindicales. En junio de 1905 estuvo presente en la constitución de la organización Trabajadores Industriales del Mundo, en Chicago. Solo 12 mujeres participaron, y ella fue la única que se atrevió a tomar la palabra. «Nosotras, las mujeres de este país, no tenemos derecho a ningún voto. La única manera de estar representadas es tomar a un hombre para representarnos […] y yo me sentiría rara al pedirle a un hombre que me represente [...] Somos esclavas de los esclavos…». Finalizó su discurso expresando: «¡No hay poder humano que pueda detener a los hombres y mujeres que están decididos a ser libres!».
Siempre tuvo enfrentamientos con las feministas. Poco las soportaba. Catalogaba al feminismo como algo típico de la clase media. Sostenía que más servía para confrontar a mujeres contra hombres. Repetía que la liberación de las mujeres llegaría con la emancipación de la clase obrera de la explotación capitalista.
Con 80 años de edad, Lucy continuaba dictando discursos en la Plaza Bughouse de Chicago. Seguía asesorando, formando. En febrero de 1941, a sus 88 años, hizo la última aparición pública. Al año siguiente, el 7 de marzo, ya ciega, la muerte la sorprendió al incendiarse su casa.
Aun muerta la policía la seguía considerando una amenaza: sus miles de documentos y libros fueron confiscados.
Este texto hace parte del libro «Latinas de falda y pantalón». Hernando Calvo Ospina. Editorial El Viejo Topo. España, abril 2015.