El pasado 19 de septiembre, en medio del alboroto, a Ronaldo no le quedó otra alternativa que salir por una puerta auxiliar, para evitar a los periodistas que aguardaban su llegada al aeropuerto de Milán.
Esa vez, la prensa no se interesaba por su peso corporal, su relación sentimental de turno, o por alguna sequía goleadora. La atención giraba alrededor de una lesión muscular, mal diagnosticada por el cuerpo médico de su club, y tratada en Brasil por José Luiz Runco, doctor de la selección nacional del gigante sudamericano, con una revolucionaria técnica conocida como Factor de Crecimiento.
Desde que «el Fenómeno» decidió ponerse en manos del galeno carioca, comenzaron los recelos y sospechas, a tal punto que Ettore Torri, fiscal antidopaje del Comité Olímpico italiano, anunció una posible investigación sobre el procedimiento aplicado al jugador brasileño, pues podría tratarse de una terapia genética al margen de las reglas.
Finalmente, la cacería terminó en apenas una escaramuza mediática. Pero antes, fueron necesarias varias explicaciones, como las del laboratorio Biotechnology Institute (BTI) de Barcelona, que ha desarrollado, patentado, aplicado y difundido esa técnica desde 1991.
Según la nota aclaratoria de esa institución, el tratamiento en cuestión no puede ser considerado un método de dopaje, pues consiste en obtener un concentrado de plaquetas rico en factores de crecimiento, a partir del centrifugado de la sangre del paciente, que solo se inyecta en el músculo afectado con el fin de estimular la cicatrización y regeneración de la zona en el menor tiempo posible. De tal manera, no puede aumentar el rendimiento de un atleta.
Más allá del revuelo informativo, el caso de Ronaldo hizo revivir por aquellos días el fantasma del dopaje genético, demostró la creciente preocupación que despierta el tema, e ilustró los desafíos éticos que generan la llegada de las terapias genéticas al mundo del deporte.
¿Atletas en probeta?Aunque se han dado algunos pasos de avance, la incertidumbre sigue dominando el panorama en el tema del dopaje genético, desde que en marzo de 2002, en el Centro Banbury de New York, destacados científicos y autoridades deportivas del mundo se reunieron por primera vez para debatir el asunto.
Antes de aquella Convención, pocos eran conscientes de que los vertiginosos avances concretados por la manipulación genética en el campo de la medicina, se podían convertir en un arma de doble filo para el deporte.
Hace 43 años, en los Juegos Olímpicos de Invierno, el esquiador de fondo finlandés Eero Mantyranta consiguió dos títulos con ventajas increíbles. Las sospechas de un fraude solo fueron aclaradas dos lustros después, cuando un grupo de investigadores descubrió que él y su familia sufrían una extraña mutación del gen que codificaba la hormona Eritropoyetina (EPO), lo cual generaba altos niveles de glóbulos rojos en la sangre, una mayor llegada de oxígeno a los músculos, y por consiguiente, una mayor resistencia al esfuerzo físico.
Pero aquel capricho natural puede ser ahora sustituido por la técnica, como lo demuestran diversos estudios con resultados sorprendentes.
Hace apenas un mes, los científicos norteamericanos Mario Capecchi, Oliver Smithies y el británico Sir Martin Evans recibieron el Premio Nobel de Medicina y Fisiología 2007 por sus trabajos de más de dos décadas. Estos permiten hoy manipular alrededor de 10 000 genes de ratones, e identificar su función y responsabilidad en distintos tipos de enfermedades, que pueden ser similares en seres humanos.
En igual sentido se han encaminado las investigaciones del también estadounidense H. Lee Sweeney, catedrático de la Facultad de Medicina en la Universidad de Pennsylvania, quien se enfrascó en solucionar la distrofia muscular a través de la genética, y logró incrementar hasta en un 30 por ciento la musculatura de las extremidades posteriores en ratones sedentarios.
A esos roedores, bautizados como ratones Schwarzenegger, se les inyectó un virus portador del gen responsable de la fabricación de una sustancia similar a la insulina IGF-1, determinante en el crecimiento y reparación de los músculos.
Otros avances demuestran las pruebas hechas con monos por especialistas de la Universidad de Chicago, encabezados por el profesor Jeffrey Leiden, que lograron mediante la manipulación de genes elevar la producción de la EPO hasta niveles impresionantes, y por períodos de entre tres y seis meses después de una sola inyección.
Todos estos descubrimientos, extrapolados al ser humano, supondrían una herramienta para luchar contra varias enfermedades hasta ahora difíciles de enfrentar, pero en manos inescrupulosas contribuirían a potenciar el mayor fraude deportivo: la creación en probetas de atletas superdotados.
Tras la huellaConvencida de la inminente llegada del dopaje genético a los estadios, la Agencia Mundial Antidopaje (WADA, por sus siglas en inglés) se concentra desde hace algunos años en hacer frente a los retos que supone este fenómeno, y que van desde las concepciones éticas para el uso de la transferencia de genes en la cura de lesiones a los atletas, hasta una posible selección discriminatoria en el deporte, atendiendo a la composición genética. Y todavía falta el mayor de todos: la difícil detección de este tipo de engaño.
Si los análisis de orina y sangre han sido hasta ahora las vías para desenmascarar sofisticados fraudes como el uso de la EPO sintética o la Tetrahidrogestrinona (THG), estos resultarían insuficientes para detectar cualquier «trampa genética», pues solo una biopsia muscular develaría su utilización. Y aún así, habría que extraer con exactitud la muestra del músculo afectado.
Consciente de esta problemática, la WADA creó en el 2004 un panel de expertos en la materia, liderado por el profesor Theodore Friedman, director del Programa de Terapia Genética de la Universidad de San Diego, California. El grupo tiene la misión de coordinar estrategias y asesorar al organismo en la lucha contra este tipo de dopaje.
Desde entonces, varios han sido los proyectos que, financiados por la WADA en prestigiosas instituciones de España, Estados Unidos, Austria e Inglaterra, buscan desarrollar métodos que identifiquen la utilización de dopaje genético.
Casi todos los estudios realizados se han enfocado en conocer el funcionamiento de varios genes proclives a ser modificados para mejorar el rendimiento deportivo, así como en los efectos de esta manipulación en las células, en otros genes sanos, y en las funciones metabólicas que estos realizan.
Los datos obtenidos a partir de técnicas similares al análisis de ADN utilizado en la metodología forense, permitieron al propio Friedman anunciar a finales del pasado año que este tipo de dopaje también dejaba sus huellas en las muestras de sangre, orina y saliva.
Los logros conseguidos en los laboratorios de la universidad californiana aportaron un halo de esperanza a las autoridades deportivas, pero dejaron claro que la tecnología para el rastreo está en sus inicios, y el método completamente seguro y eficaz no podrá estar listo para aplicarse en los venideros Juegos Olímpicos de Beijing 2008.
Al menos queda el consuelo de que, bajo el amparo del Código Mundial Antidopaje, las muestras pueden ser conservadas hasta ocho años, y los infractores sancionados en el transcurso de ese tiempo.
Entre la realidad y la ficciónLos expertos coinciden en que, a pesar de los relevantes y prometedores resultados de la transferencia genética, su utilización con fines terapéuticos es todavía un campo de la medicina muy inmaduro y experimental.
Quizá la terapia genética más esperanzadora se puso en práctica para el tratamiento de un trastorno hereditario poco común, conocido como Inmunodeficiencia combinada grave ligada al cromosoma X (X-SCID), que genera en los niños un sistema inmunológico extremadamente vulnerable, al punto de ser conocidos como «niños burbujas», por su dificultad de sobreponerse a las más mínimas infecciones.
Los investigadores han encontrado la manera de sustituir el gen defectuoso que provoca el trastorno, y 11 niños franceses fueron tratados exitosamente con el novedoso método hasta que pudieron producir la proteína que permitió a sus sistemas inmunológicos funcionar por primera vez.
Pero lo que parecía un rotundo éxito se desvaneció cuando tres de los infantes desarrollaron leucemia, y uno de ellos falleció. Fue necesario entonces suspender la terapia, pues quedaba en evidencia la eficacia de la manipulación de genes humanos, pero el percance también demostró que está «en pañales» la capacidad de la ciencia para predecir sus daños colaterales.
No son pocos los que señalan que los riesgos que implican aún para la salud humana estos procedimientos, pueden funcionar como un dique de contención en aquellos que pretendan servirse de la modificación genética para convertirse en superatletas.
Algunos, en cambio, se inclinan a pensar que nada detendrá a los inescrupulosos empresarios, o a los atletas ingenuos y hambrientos de gloria, quienes en combinación con científicos poco éticos y expertos en la materia, se aventuren a diseñar campeones en algún laboratorio.
Por el momento, las opiniones sobre si el dopaje genético es hoy una realidad parecen divididas. Tras los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, la mayoría miraba su irrupción a lejano plazo, y ahora se especula que la cita de Beijing 2008 será la última oportunidad de apreciar el deporte tal y como lo conocemos hasta ahora.
Algunos científicos han declarado que ya fueron contactados por atletas y entrenadores interesados en las bondades de las terapias genéticas, y se dice que circula en el mercado negro un producto denominado Repoxygen, patentado por los laboratorios Oxford Biomédica —en fase de desarrollo preclínico, según su página web— y diseñado para corregir la anemia. Su administración a través de una inyección permite al organismo disponer de EPO de una forma permanente, y al ser de origen endógeno (generado por las propias células musculares del individuo), resulta imposible detectarla.
El uso de este fármaco se «destapó» en medio del proceso que se le sigue por dopaje al conocido entrenador alemán Thomas Springstein, preparador y pareja de la corredora de 400 metros Grit Bauer, a quien se le ocuparon correos electrónicos dirigidos a un médico holandés solicitando su ayuda para conseguirlo.
«La única respuesta honesta que puedo dar es que no lo sé» dijo el profesor Friedman cuando se le preguntó sobre la posibilidad de que el dopaje genético fuera ya un hecho. Después de lo sucedido con la THG y el caso BALCO, habrá que esperar por la pericia de los científicos o el arrepentimiento de algún involucrado para tener la total certeza.
Mientras, seguirá tambaleante la esperanza de que, al contrario de la energía nuclear, la transferencia genética haya llegado solo para contribuir a las buenas causas, y no para darnos más dolores de cabeza.