El impacto, la sorpresa mayor, proviene de algunos jóvenes. Impresionan, sobre todo, por batirse en buena y disfrutable lid con los consagrados. Autor: Joel del Río Publicado: 21/09/2017 | 06:26 pm
Hace pocos meses, en el comentario sobre Cuando el amor no alcanza, escribía que «se nos colman la paciencia y los adjetivos, y nos aburrimos de perogrulladas, eufemismos y “de que esta serie fue hecha con mucho amor”, y nos hartamos de alentar expectativas infructuosas. (…) ¿Será verdad que con semejante producción dramatizada (escasa, antigua, elemental) alguien piensa atrapar el gusto de los cubanos, abocados a la competencia de propuestas brasileñas y colombianas, por no hablar de otras series, de similar corte, y producidas en Estados Unidos o Europa?».
Latidos compartidos, la telenovela cubana que está saliendo al aire tres veces por semana en horario estelar, responde tácitamente algunas de aquellas preocupaciones. Es una propuesta seria, profesional, plausible, a pesar de que el televidente prejuiciado que también soy comenzara a verla armado con las dudas despertadas por la mayor parte de sus antecesoras inmediatas. Capítulo tras capítulo me fue convenciendo su voluntad por retratar Cuba, en especial La Habana, y atestiguar el discurrir de conflictos más bien verídicos entre personajes verosímiles, matizados o complejos, gente como uno. Si voy a ser completamente sincero debo confesar que la serie me complace y agrada, aunque nunca ha logrado apasionarme, y lo atribuyo, sobre todo, a la torpe, infausta, lamentable decisión de retornar a los capítulos de media hora.
Entre la notable largueza de la presentación y la despedida, cada uno de los 87 capítulos viene a durar veintitantos minutos, insuficiente tiempo en pantalla para preparar conflictos, llevarlos al clímax y aportarles desenlace, máxime cuando se sale al aire en días alternos, y se propone una dramaturgia muy coral, y por tanto tiene lugar una cierta y natural dispersión de los ejes dramáticos principales. Entonces, la curiosidad e identificación del televidente pueden extraviarse, debido a la brevedad de la presencia de algunos personajes en pantalla, y se lacera una historia bastante eficaz y abarcadora (coescrita por los jóvenes guionistas Amílcar Salatti, Yunior García Aguilera y Gabriela Reboredo Iglesias), e incluso se perjudica la aptitud narrativa de la dirección (Consuelo Ramírez y Felo Ruiz) y de la muy certera edición (a cargo de Joaquín Castro-Palomino) en tanto la brevedad y el corre-corre conspiran contra el delicado tejido dramatúrgico, armado en guión con variopintos hilos y de muy diversas texturas.
Sería ilógico e injusto pensar que la dirección de la Televisión tomó semejante decisión de una manera festinada. Supongo que la extrema fugacidad de ciertas situaciones dramáticas, y su excesiva concisión, se decidió a tenor de las necesidades de Cubavisión por llenar un espacio en pantalla que se vaciaría demasiado rápido con el formato de 45 minutos o una hora. De modo que la brevedad de los capítulos garantiza mayor tiempo al aire, y la productora puede respirar con mayor alivio a la hora de levantar nuevos proyectos y buscar el relevo. Y no estoy diciendo que se deseche para siempre el formato de media hora, hablo de aplicarlo solo cuando se adecue al ritmo narrativo, a la llaneza o complicación de los conflictos centrales y las subtramas, y a la periodicidad con que se transmite la serie.
Otro de los elementos menos felices también depende de la producción. Si no supiéramos que la reiteración obedece a problemas coyunturales «solucionados» con cierto facilismo, alguien podría pensar que en Cuba hay muy pocos actores y actrices interesados en hacer televisión. Es inadmisible y redundante que varios intérpretes se repitan en las dos series dramatizadas que ahora mismo ocupan la pantalla, con el agravante de que ambas eligieron como núcleo temático, y espacial, un bufete de abogados.
Además, para colmo, en De amores y esperanzas (domingos, 8:30 p.m.) solo los intérpretes más diestros y experimentados consiguieron variar la apariencia y el tono, porque a veces los personajes se parecen demasiado y están actuados por las mismas personas y hasta en similar registro. Cuando las mismas caras se asoman en Tras la huella o Cuando una mujer, entonces cunde el caos, y al espectador puede parecerle que estamos tratando de hacer televisión con 15 o 20 actores y actrices.
De todos modos, lo primero que debe reconocerse en Latidos compartidos, junto con la apropiada fotografía de Alexander González (cien por ciento en exteriores, y con varias cámaras), y la notable dirección de arte de Jorge Zaldívar, es el nivel alto y parejo de las interpretaciones. Y las virtudes comienzan en los dos principales triángulos amorosos, motores de la acción dramática, y alcanzan las subtramas, animadas por veteranos, y muy jóvenes, de considerable mérito.
Ajustados al conjunto, equilibrados y muy concentrados en defender sus personajes aparecen, de un lado, Alejandro Cuervo (típico galán castigado por la mala suerte), Yurelis González (abogada confundida también por el infortunio y la maldad) y Ulik Anello (el malvado que el público se complace en odiar). Por otro lado, está el triángulo más divertido, cuyo vórtice viene a ser el hedonista y patrañero Maikel Junior (Leonardo Benítez), objeto del deseo para las dos dueñas de paladares rivales que interpretan la explosiva Ariana Álvarez y la siempre atinada Tamara Morales.
La siempre atinada Tamara Morales. Foto: Tomada de la TV
Leonardo Benítez en el rol de Maikel Junior. Foto: Tomada de la TV
Tal vez sea importante señalar que Ariana Álvarez, la memorable Luz Marina Romaguera, quizá abusa, en ocasiones, de cierta sobreactuación que puede «sofocar» innecesariamente a sus compañeros de escena, e incluso ocultar el superobjetivo de algunas escenas. Pero se trata de una composición altamente atractiva, de las que confiere luz a cualquier dramatizado, y trasluce notable capacidad de observación y de entrega por parte de la joven actriz. Entre muchas escenas notables, recuerdo aquella en que la propietaria, nueva rica que apenas disimula con baratijas y falso glamour su incultura, desprecia a grandes músicos para quedarse con un bachatero de ínfima calidad.
Según ha declarado Consuelo Ramírez en varias entrevistas, se le prestó especial atención al casting, o selección de los intérpretes noveles y experimentados, y evidentemente se trataba de algo más que respuestas elegidas para promocionar la obra propia, porque el resultado histriónico destaca muy por encima de sus predecesoras en pantalla. Debe destacarse la habilidad de los directores para entregarles a varios consagrados (Manuel Porto, Eslinda Núñez, Enrique Molina, Osvaldo Doimeadiós, Jorge Martínez y Fernando Hechevarría) personajes que le confieren color, autenticidad, apostura y flexibilidad a la obra.
Sin embargo, el impacto, la sorpresa mayor, proviene de algunos jóvenes, y nada hay en mis observaciones de neofilia forzada por la línea editorial de este periódico. Impresionan, sobre todo, por batirse en buena y disfrutable lid con los consagrados, la provocadora y sincerísima composición de Milton García en el papel de un joven abrumado por enormes angustias que intenta resolver con la mayor puerilidad y ligereza; la detallista caracterización de Carolina Cué en el papel de una muchacha abocada a las pruebas de la madurez; el imprescindible candor suministrado por Amaury Millán a un adolescente escindido entre necesidades carnales y espirituales; y se me quedan algunos cuyo nombre desconozco, porque toca a los medios todos, especialmente a la televisión, identificar a estos jóvenes actores y actrices como los futuros consagrados del arte interpretativo en Cuba, en un plazo de tiempo bastante corto.
En otra órbita de logros e insatisfacciones, a veces molesta cierta tendencia al sainete que pretende refrescar la trama pero solo la enturbia, como ocurre en el caso de la súbita amnesia del usurero, o en las trampas y actitudes de la pareja de avispados inmigrantes de provincia, o en el momento de confusión sexual de Mauricio. Es como si, de pronto, la serie estuviera tirando a pachanga las muchas observaciones reflexivas, dramáticas, que se adoptaron en otros momentos.
El humor es pincelada que se agradece cuando tiene algún sentido, digamos la parodia del machista cornudo con que nos deleita Osvaldo Doimeadiós en sus brevísimas apariciones, pero el chiste solo banaliza y abarata una obra cuando hace parte de viñeta superficial, atenida a estereotipos vernaculares como los del «guajiro bobo», la «mulata chusma», o el «negrón poderoso».
Sin embargo, si bien el humor es retardatario e inútil, debe señalarse la voluntad de los hacedores por escapar a los preconceptos respecto a la representación de personajes castigados por los prejuicios como los homosexuales, los propietarios particulares y las prostitutas. Y si bien todavía la representación es externa, y predomina cierta ligereza de apreciación en cuanto a sus conductas y maneras de pensar, es notable, por otro lado, el interés por tratar de comprender, respetuosamente, la manera de pensar y actuar de los Testigos de Jehová, aunque la perspectiva continúe atribuyéndoles, en general, estrechez de conceptos y fanatismo.
Porque Latidos… formula, sobre todo, la necesidad de saber elegir, comprender y compartir, como principios para la existencia si no feliz, al menos llevadera y armoniosa. Estábamos precisando una telenovela así de noble, veraz y comprometida.