El crimen fue repudiado por el pueblo cubano. Autor: Tomada del periódico Escambray Publicado: 04/01/2021 | 11:48 pm
«Coger el camino sin luna es una locura», dijo con el miedo retratado en la cara Cirilo Fabero, un guajiro de Pitajones, comunidad montañosa de Trinidad.
«Hágame caso, muchacho. Este monte se ha vuelto muy peligroso con tantos bandidos sueltos por esos trillos. Hasta las bestias sienten el miedo que dejan a su paso», casi suplica, mirándole a los ojos para que entienda.
Mas, las palabras no tuvieron efecto. Bastaron unos segundos para que el joven de 18 años tomara su maleta con algunas pertenencias personales, libros y juguetes. La noche profunda se tragó la silueta que se adentró en el corazón del histórico Escambray.
Eran las últimas horas del 4 de enero de 1961. Conrado Benítez García, el maestro que había llevado la luz a las montañas trinitarias se despedía para siempre, sin saberlo, de aquella familia.
El inicio de una historia de horror
La brigada de alfabetizadores adoptó el nombre de Conrado Benítez, en tributo al joven educador. Foto:Tomada del sitio web del Periódico Escambray.
El mismo día que explicaron la necesidad de que estudiantes de las universidades y el bachillerato se incorporaran como maestros voluntarios, el hijo de Diego y Eleuteria, un matrimonio matancero, aceptó el reto de formar parte de la gigantesca campaña que se preparaba para 1961.
Llegó con grandes expectativas al campamento de Minas de Frío, en la Sierra Maestra, y luego hasta El Meriño, donde en condiciones improvisadas por vivir a la intemperie descubrió la magia de enseñar a sus semejantes.
Recuerda aquellos días con suma alegría, José Ramón Tápanes, otro matancero aplatanado hace décadas en la tercera villa de Cuba. Junto a Benítez García y otros muchos jóvenes cubanos fue testigo de una de las etapas más convulsas de nuestro pasado. «Fuimos una gran familia y nadie se rajó», contó a este diario en el año 2016.
Pasado más de medio siglo, no deja de hablar con admiración de aquel «muchachón» capaz de atravesar desde Minas de Frío hasta El Meriño con un saco de arroz en la espalda sin cortársele la respiración.
«Era muy dispuesto», dice, y vuelve a su memoria cuando, con escasas mudas de ropa, Conrado se adentró en Sierra Reunión, una zona muy aislada del Escambray, donde ya actuaban fuerzas contrarrevolucionarias dirigidas por Emilio Carretero y Osvaldo Ramírez.
Allí, con ayuda de los escasos campesinos que vivían en los alrededores, construyó una pequeña tienda de tablas y techo de tejas, a fin de que sirviera de aula donde alternar las clases de los niños y niñas por el día con las de los adultos por las noches; y en medio de toda aquella vorágine, subir y bajar por los serpentinados trillos para tocar las conciencias de las familias y lograr que no se negaran a aprender, único camino para abandonar la desigualdad y explotación de las que habían sido víctimas durante tantos años.
Ese era un proyecto fidelista que entorpecía los intereses de las bandas de alzados, las cuales cumplían instrucciones de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), y como cualquier otra expresión de Revolución, debía eliminarse.
A los pocos días de la inyección educativa en el lomerío trinitario, el grupo juvenil se ganó el cariño y la admiración de gran parte de los montunos. Tanto así que, prácticamente sin conocerlo, le abrieron muchas de las primitivas casas, hechas de tablas de palma y techo de guano.
Adela Sánchez, «La Negra», fue una de esas agradecidas. Lavó muchas veces las ropas de Conrado. Prácticamente no tuvo tiempo para descubrirlo mirándole a los ojos, pero sabía que era de los «buenos», como su esposo Eliodoro Rodríguez Linares (Erineo) le decía siempre.
Con tristeza se dijo adiós en el lomerío, en los últimos días del mes de diciembre de 1960, a los jóvenes que pusieron «patas arriba» la zona, a ritmo de letras y números. Merecían despedir el año junto a sus seres queridos. Prometieron regresar, y lo hicieron.
Conrado Benítez no quería perderse el rostro de sus alumnos más pequeños cuando el Día de Reyes encontraran sus regalos. De ahí su apuro la noche del 4 de enero.
Mas, lo atrapó el mayor de los terrores en ese contexto. Unos alzados lo llevaron kilómetros adentro en el corazón del Escambray, desde La Sierrita hasta Las Tinajitas, en San Ambrosio. Allí lo esperaba Osvaldo Ramírez, quien una semana antes había sido aprobado por la CIA como jefe de las bandas de ese lomerío.
La orden era clara: sembrar el pánico y frustrar todo intento de cambio económico y social. De cabeza lo lanzaron al interior de una jaula forrada con una malla de alambre, donde ya habían encerrado a Erineo. Desde el otro lado, el cabecilla contrarrevolucionario prometió a Conrado perdonarle la vida si se unía a su banda, a lo que el joven se negó, afirmando que él era un maestro comprometido con sus alumnos. Fue ese el momento exacto en que vio de frente a la muerte, escoltada por el odio y el rencor.
Pocas horas más tarde, cuando el sol apenas había calentado la huella de la húmeda madrugada, Cuba tuvo su primera víctima del terrorismo contra el magisterio.
Tiempo después, el bandido Mirio Pérez Venegas confesó: «En el campamento parecía que había una fiesta […] primero sacaron a Conrado Benítez, que con una soga al cuello tenía que caminar aprisa para no ser arrastrado, a la vez que todos los allí presentes le dábamos con palos y le pasábamos los cuchillos. Cuando estuvo debajo de la mata escogida para su ejecución, la soga se pasó por un gajo, los ojos del brigadista miraban a su alrededor como preguntando si nosotros éramos personas o animales.
«Las piedras y los pinchazos no cesaron un momento, hasta que Osvaldo dispuso que haláramos la soga. El cuerpo fue suspendido y bajado en varias ocasiones como si fuera un muñeco, hasta el final de su vida, en que lo dejamos arriba. No obstante estar bien muerto, Osvaldo ordenó que lo siguiéramos pinchando y apaleando».
Erineo tuvo igual suerte. Días antes lo habían ido a buscar a las mismas tierras que recibió por el Che. Era tan conocido por su humildad como por su participación en la lucha insurreccional contra la tiranía batistiana y su apoyo a la Revolución.
Adela Sánchez no olvida el vendaval que sintió su cabeza cuando su hermano Ibrahim Sánchez, liberado por la banda de alzados, le entregó la caja de cigarros con el mensaje que le decía quiénes lo tenían: «No necesité más para saber que no nos volvería a ver a mí y a nuestro hijo Julio, de siete meses de vida», cuenta, y el dolor se clava hondo.
Fue tanta la tristeza que jamás subió a Las Tinajitas, donde sepultaron en un primer momento los cadáveres, tras ser encontrados por un grupo de milicianos, y donde se erigió un obelisco en honor a las víctimas.
Prefiere recordarlos en aquellos días en que subían y bajaban los trillos del lomerío. Habla siempre de la inmediatez con que, dirigidos por el propio Fidel Castro, tomaron el campamento y encontraron documentos que confirmaron la participación de la CIA en la dirección y apoyo de las bandas. Y agradece la constitución de la brigada de alfabetizadores, el 17 de enero del propio año, con el nombre de Conrado Benítez en tributo al joven educador.
*Las declaraciones de Mirio Pérez Venegas fueron publicadas por Pedro Carrazanas en la Revista Moncada, bajo el título La confesión de un bandido, en 1978.