A todos los pasajeros que cruzan la frontera entre Santiago y Granma se les toma la temperatura corporal Autor: Osviel Castro Medel Publicado: 23/04/2020 | 08:11 pm
EL YAREY, Jiguaní, Granma.— Cree el periodista, a veces, que hallará la historia ordinaria en su galope a un punto conocido. Sin embargo, puede que cuando llegue al «lugar de los hechos» encuentre relatos capaces de provocar el asombro o de anudar la garganta.
Tal vez así le suceda a cualquier reportero que acuda hoy a La Salada, sitio limítrofe entre Santiago de Cuba y Granma, donde se escriben páginas no vinculadas precisamente con el signo de la sal o la desventura.
A ambos lados de la carretera, en mesas cobijadas por árboles silvestres, permanecen día y noche personas especiales —tanto como especializadas— que chequean la entrada y salida de viajeros a las dos provincias. Se cuentan entre quienes luchan contra la COVID-19 desde sitios incómodos y espinosos.
Allí, a poco del monte, en el improvisado puesto que controla el acceso a Granma, verá los ojos de Claudia María Leyva Mejía, doctora de apenas 27 años. Unos ojos expresivos que se humedecen cuando habla de su esposo, Bárbaro Hernández Valdés, médico de 32 primaveras, designado a un centro de aislamiento en las afueras de Bayamo; o cuando confiesa cuánto se le estruja el corazón por los días sin ver voluntariamente a sus padres, Gloriana y Juan Rafael.
«Viven, al igual que yo, en el poblado de Jiguaní, pero estoy en un sitio de riesgo y no debo exponerlos al peligro; por eso no voy a visitarlos. Todos los días los llamo y me estremezco con sus voces. Cuando esto termine nos abrazaremos bien fuerte», comenta.
Sin embargo, la distancia de esos amores no ha mermado sus deseos ni disminuido la responsabilidad. Es quien dirige su grupo de trabajo, compuesto por María Tressord (epidemióloga), Alicia Capote (enfermera) y José Ángel Enamorado y Alberto Almarales (operarios de fumigación).
«Sabíamos que esto iba a ser fuerte, que veníamos a trabajar en condiciones de campaña, como si fuera otro tipo de guerra», dice Claudia mientras hace apuntes. Ella y sus compañeras laboran en turnos de 12 horas, uno diurno y otro nocturno, con descanso de dos días.
Soportando el asfixiante calor de estas fechas, el molesto revoleteo nocturno de los mosquitos, o las incomprensiones de ciertos inconscientes, toman la temperatura, anotan el lugar de procedencia y destino y los motivos del traslado de los viajantes. Por supuesto, impiden —apoyadas por las autoridades del Ministerio del Interior— la entrada de sospechosos o de individuos deseosos de «pasar la frontera» sin justificaciones de peso mayor.
«En estos días hemos comprobado que muchas personas no acaban de darse cuenta de lo que estamos viviendo y quieren ir a visitar un familiar o hacer una gestión sin importancia. Se molestan cuando se les impide pasar, e incluso ponen mala cara en el interrogatorio médico», subraya la joven profesional, quien labora en el hospital Ulises Góngora, en el apartado pueblo de Minas de Charco Redondo, colindante con las montañas.
Su idea es apoyada por María Tressord y Alicia Capote, quienes, con más de 30 años de trabajo cada una, aseguran que han sido testigos de la irresponsabilidad de ciudadanos que inventaron la gravedad o hasta la muerte de un allegado para lograr pasar.
Por eso, sin caer en extremismos y manteniendo el buen trato, las tres son muy exigentes a la hora de evaluar cada «cruce».
Con apenas 27 años, la doctora Claudia María ha asumido un reto en la «otra frontera». Osviel Castro Medel
Sorpresas al fogón
Si las faenas de doctores y enfermeros son intensas, no menos exigentes son las de los operarios y agentes del orden interior, quienes laboran en turnos de 24 horas: «Cuando aumenta el paso de vehículos se siente mucho más el cansancio. Nosotros ponemos un grano de arena en la batalla contra la pandemia; por eso los aplausos de las nueve de la noche también los hacemos nuestros», subraya con sano orgullo el subteniente José Pedraza Castillo, de la Policía Nacional Revolucionaria, quien comparte el trabajo con el primer suboficial Víctor Igarza Fuentes.
Por su parte, Alberto Almarales, profesor de Cultura Física, narra que lleva tres años apoyando las labores de la campaña antivectorial en Jiguaní y ahora ha asumido la labor de operario de fumigación en la línea imaginaria entre Santiago y Granma, «algo que, aunque no es fácil, ayuda muchísimo a los dos territorios».
No menos imprescindible resulta el quehacer del personal de apoyo, en el que se incluye Mirna Flores Vanega, convertida, a sus 54 años, en la cocinera de las postas médicas de las dos provincias. Desde su casa hasta el rudimentario fogón de leña —ubicado en una antigua minindustria de la construcción—, ella llevó cuatro ollas, espumadera, especias y el anhelo supremo de ser útil, reconoce. Por cierto, hace una digresión oportuna: La Salada pertenece a Santiago de Cuba y El Yarey —un barrio aledaño— a Granma, aunque los vecinos de los dos sitios se sienten identificados con ambas provincias.
Fue Aloida Riverón, una mujer de 68 abriles, delegada del Poder Popular, por más señas, quien enroló a Mirna en tales menesteres «porque necesitábamos una delegada destacada y la busqué con los ojos cerrados».
Las dos coinciden en que, cuando se instale un prometido balón de gas, no solo se humanizará el trabajo, también mejorará la cocción de los alimentos. De todos modos, Mirna agrega que en esta frontera muchos están sorprendidos y hechizados con su sazón. Más que condimento, ella le echa amor. Ese añadido va destinado, como ella dice, a «gente que se está batiendo» por Cuba, por la salud y por la vida.