Los jóvenes del equipo nacional de karate-do ayudan en la reconstrucción. Autor: Roberto Ruiz Espinosa Publicado: 21/09/2017 | 07:06 pm
Dicen los pescadores más viejos del pueblito de Cojímar, en La Habana del Este, que aunque el mar se vaya, siempre volverá para reclamar el pedazo de costa que alguna vez estuvo bajo sus aguas. Y muchos piensan que eso fue lo que pasó cuando hace unos días el huracán levantó olas mucho más altas que el Torreón de ese lugar, entró a las casas y quiso llevárselo todo.
«Lo que vino fue muy grande. Hace 50 años vivo aquí y nunca lo había visto tan furioso», asegura a sus 76 años Luciano Vázquez Pérez. Foto: Roberto Ruiz
Cuando el ciclón se acercaba con su paso lento, algunos de los que habitan las zonas más bajas sacaron todo y quitaron puertas y ventanas para que el agua entrara y saliera a su antojo. Otros pensaron que no sobrepasaría los muros con el empuje que lo hizo.
«Esa noche fue horrible. En mi casa, a algunas cuadras de la costa, acogí a casi 30 vecinos. A las tres de la madrugada vino una ola inmensa que derrumbó tantas cosas... Nos comenzó a entrar el agua. Nos llegó hasta la cintura, y lo peor era su fuerza.
«Nuestra suerte fue la Defensa Civil, la policía, los bomberos; ellos nos protegieron toda la noche. Sentí un alivio enorme cuando vi que a mi mamá, de 80 años, la cargó un oficial de la Defensa Civil y la sacó de allí. Hemos perdido mucho, pero en Cojímar nadie murió. Y las autoridades están aquí todavía, junto al pueblo que se ha quedado sin nada», cuenta la cojimarense Gladys Sánchez.
También a Tomás Maceo Ferrer lo sacaron a esas horas de la casa en que se resguardaba junto a unas 15 personas. «Fue muy fuerte. Las olas rompían sobre este techo que está a menos de 20 metros del mar. A mi casa de placa recién construida le arrancó una ventana y por ahí sacó colchón, cama, escaparate...
«Me dejó sin nada, de entre los escombros tratamos de recuperar algo de ropa y zapatos. Tenía un televisor plasma de 32 pulgadas que no ha aparecido ni el casco. La mesa del comedor, las sillas, todo eso se lo llevó», expresa.
Frente a su portal, el refrigerador al sol, desarmado. Lo mantiene a la espera de que funcione otra vez, pero eso todavía no lo sabe.
El mar se llevó todos los muros que pretendieron contenerlo; Irma desnudó el litoral norte de La Habana y ha dejado una urdimbre de ramas, troncos y desechos en las avenidas.
Lo más doloroso es la mirada vacía, el techo desaparecido, el esfuerzo de años vuelto añicos y la certidumbre de que hay que empezar otra vez; pero la gente expulsa su tristeza y no agacha los ojos, ni se sienta a esperar el remedio a la angustia... se rompieron las paredes, pero las manos quedaron sanas para reconstruir.
«De pronto me quedé sin casa. Sin embargo, no me siento derrotado, solo pienso en arreglar lo roto y hacerlo más resistente; como yo hay muchos, tenemos fuerzas y voluntad para eso. Este es un pueblo increíble. Después de perder hasta el suelo, lo que nos queda a los cubanos es la esperanza. Yo lucho y confío», dice Francisco García, entrenador del equipo nacional de karate-do.
Allí, porque el espíritu está más alto que las olas que entraron, la gente no llora por lo perdido; pues según el sensei: «Irma no sabe dónde se metió; ella se llevó mi casa, pero me dejó el hogar, la familia. Así que yo salí ganando. Ella arrasó con la Isla, pero nos dejó lo más preciado, que es el pueblo, ese sí no se lo pudo llevar, y ahí fue donde perdió».
«Seguimos aquí hasta que sea necesario, para lo que haga falta», comenta el oven capitán deynis pelayo Muñoz. Foto: Roberto Ruiz
Los 28 jóvenes del equipo nacional de karate-do, femenino y masculino, desde la semana pasada están en la casa del «profe», ayudando. «Llegamos primero que el sensei. Hemos arreglado paredes, limpiado escombros, las cisternas de los vecinos... Seguimos aquí hasta que sea necesario, para lo que haga falta», comenta el joven capitán Deynis Pelayo Muñoz.
Ha pasado una semana. Por la calle que al amanecer después del huracán estuvo llena de arena y escombros pasa la gente y en las aguas que amenazaron con desvanecer el pueblo se bañan los niños, pero los desastres de Irma, que movió techos de zinc como si fueran las teclas de un piano, derribó altos laureles y pinos o estrujó casas de placa igual que papeles, aún no se borran.
«He pasado más de diez ciclones aquí, y hace alrededor de ocho años uno me tumbó la casa. Entonces me dieron un terreno lejos de la orilla, donde casi tengo terminada otra», expresa Sergio Fernández Puig, de 63 años.
El hombre conoce el océano como las líneas de su mano, pues por más de 30 años fue marinero. Ha vivido su ira en los barcos y en la tierra, y maldice, como a los vientos de Irma, que en esa primera línea de costa existan tantas casas. «Están expuestas a que el agua llegue en cualquier momento y las arranque. Creo que se deben tomar medidas cuanto antes.
«Cuando el mar se pone bravo lo que lanza parecen misiles, y ahí ves la casa donde mi hermano y yo vivíamos», y señala un amasijo de escombros y hierros, mientras las paredes, cercenadas a solo unos centímetros del suelo, dejan adivinar dónde estaba el baño o la cocina.
«Hay a quien le duele mucho perderlo todo, pero no soy de esos. Mira, del mundo nos vamos sin nada; y si te caes, hay que tratar de levantarse y darle el pecho a los problemas».
También Ariel Silva Oquendo nació en este pueblito donde Ernest Hemingway encontrara inspiración para escribir El viejo y el mar, y como muchos de sus habitantes, aun no cree haber vivido un huracán de tal magnitud.
«Llevo 46 años viviendo en esta casa, a 20 metros de la costa, y jamás el agua había tocado mi portal. Ahora llegó hasta el patio. A la entrada había un muro de bloques y lo tumbó. Me dejó un metro de escombros.
«Allí había un aire acondicionado — muestra el vacío en la pared—, lo puso al final del pasillo. Hasta por el hueco entró un pez. Se mojó el colchón, el refrigerador, la parte baja del closet, el garaje que tenía se lo llevó, me contaminó la cisterna. Nos golpeó muy fuerte, pero estamos vivos, y al segundo día ya teníamos luz eléctrica».
La esperanza mojada
Más que los pies, los ojos y la casa, Felicia tiene la esperanza mojada; y el alma, como muchos de los árboles, removida de raíz. «Se me echó a perder todo. El agua tapó el refrigerador, los equipos… llegó casi hasta el techo. Lo pasamos ahí, empapados y sintiendo el viento. No podíamos salir. Pero bueno, estamos vivos», dice la capitalina de 73 años que vive en calle 5ta., entre B y C, en el Vedado capitalino, una de las zonas más golpeadas por la bravura de Irma.
Las familias sacan los equipos eléctricos al sol para tratar de salvarlos. Foto: Roberto Ruiz
Hasta donde el agua les permite avanzar hay personas, otros en bicicletas o con botas se burlan del peligro y la atraviesan, aunque la mayoría está donde siente que debe.
«Apoyando, tirados todos para la calle para ayudar a recoger todo este desastre. He vivido otros ciclones, pero este fue terrible. El agua sobrepasó la calle Línea. Jamás había llegado hasta allá. Lo avisaron con anticipación, la Defensa Civil dijo que esta vez sería más intensa que otras; y así fue», comenta Margarita Madam.
Y como ella, cientos de habaneros pueden hablar sobre Irma, que levantó olas de casi diez metros e hizo a la tierra entrar en el mar por casi medio kilómetro en algunos sitios.
«Mi sótano lo tapó completo. Ni durante la “Tormenta del Siglo”, en 1993 —que según los vecinos más viejos ha sido la más fuerte—, la inundación fue tan violenta. Este lugar parecía una piscina», explica el joven Arapey Millán frente a su casa en C, entre Línea y Calzada.
«En ese sótano estaba el sistema hidráulico de mi hostal Tu Habana. Ahora nos toca arreglar, y seguir pa’lante», asegura la cuentapropista Elizabeth Suárez.
Ya el cielo ha perdido ese gris triste de las tormentas y se ha recogido el mar, sin embargo hasta hace unos días, para entrar a la casa de Osmel Durán, en D, entre 3ra. y 5ta., era necesario mojarse hasta la rodilla.
«Allí mismo pasamos el ciclón. Fue una noche bastante fea. Nunca nos asustó el viento, pero el agua sí, que no dejaba de entrar. Llegó a la altura de mi pecho. Yo puse todas mis pertenencias sobre una barbacoa y ahí estaba también mi familia.
«En la cafetería cercana, donde trabajo, subimos las neveras sobre el mostrador, pero no bastó y todas se empaparon. No perdimos nada, pues lo más valioso es la vida, y aquí estamos todos», afirma.
Hay que salir adelante
Mayelín Rivero, de Yagüajay, a sus 42 años, aún no sale del sobresalto. De su casa, ubicada en Llanadas abajo, comunidad rural de ese norteño municipio espirituano, solo queda la huella de un bulto de tablas «estrujadas» y mojadas. Debajo de todos esos escombros, su ropa y la de su pequeño hijo.
El fondo habitacional de Yaguajay sufrió serias afectaciones. Foto: Oscar Alfonso
«Lo perdimos todo. No podía resistir porque aquellos vientos parecían que llegaban con un martillo. Nosotros, por suerte, estábamos seguros, porque de no habernos protegido hoy no hiciéramos el cuento», relata con los ojos aguados y la voz entrecortada.
Cuando las rachas del huracán Irma se lo permitieron, salió de la casa del vecino y llegó a donde estaba su hogar. Una imagen que corroe hasta los huesos delata la fuerza arrolladora de los vientos.
«Ni ropa para el niño me quedó. No atiné a recoger mucho. El delegado me prestó desde entonces esto, mientras las cosas mejoran», dice mientras apunta hacia una pequeña entidad de Comercio, donde espera porque con la ayuda del resto de su comunidad pueda tener algo mejor.
Los afectados comienzan a levantar sus viviendas con los despojos que dejaron el huracán y el mar. Foto: Roberto Ruiz
A su alrededor no se han detenido las horas, cada quien recoge lo que puede para arreglar las afectaciones y a quienes se les derrumbó la casa en su totalidad parapetarle en menor tiempo las habitaciones indispensables para vivir, hasta que llegue la ayuda.
Por su parte, Dulce Arteaga, en la comunidad La Eladia, una de las más devastadas por las fuertes rachas y las constantes precipitaciones, ya inició con la ayuda de sus vecinos a sacar los árboles que rajaron las paredes de su vivienda y donde sus pertenencias chorrean agua.
«Estaré en la casa de la amiga, donde me protegí, hasta que pueda arreglar aunque sea un huequito y meterme. Ya no se puede llorar. Hay que salir adelante porque tenemos vida y eso es lo más importante. Tenemos confianza en que los recursos llegarán más temprano que tarde. Por eso, entre todos tenemos que reparar para aliviar las casas que nos abrieron sus puertas y regresar a nuestros espacios», dice, mientras sigue sacando los gajos que interrumpen el paso hacia los restos de su hogar.
Pasados 58 años de cuando se construyó como una promesa de Camilo Cienfuegos al poblado, donde ubicó su Comandancia en su paso por Yaguajay, el otrora hospitalito, hoy consultorio médico en Juan Francisco es la guarida de dos familias que perdieron sus viviendas.
«El delegado nos dijo que nos protegiéramos aquí porque nuestras casas estaban en mal estado. Y aquí estamos desde entonces, mientras entre todos levantamos momentáneamente unas habitaciones hasta que lleguen los recursos y hacerlas con calidad. Contamos con condiciones allí, pero como lo de uno no hay nada, por eso trabajamos para poder regresar a nuestro sitio», refiere Ariadny, quien reside en una de las cerca de 4 000 casas, que según datos preliminares de la Dirección Provincial del Sistema de la Vivienda en Sancti Spíritus, presentan huellas del fenómeno meteorológico.
Irma ya se marchó. Y hay quienes lloran, solo que como el agua les ahogó la casa y no la vida, se secan la cara y levantan la frente. Les queda un puñado de fuerza, y aún no se les termina la confianza de arreglar lo roto y seguir viviendo.