Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Exigen pacifistas punto final a la guerra

Ex reos y madres de quienes aún padecen malos tratos, protestan ante la Base Naval de EE.UU. También exigen cierre de la ilegal prisión y cese de las torturas

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Nadie que sea madre puede dejar de compartir el dolor contenido de Zohra reclamando la libertad de su hijo Omar Deghayes. Junto a la posta 8 cubana en Boquerón un miembro de la delegación internacional simuló los padecimientos de los prisioneros torturados en Camp Delta. Fotos: Marcelino Vázquez, AIN

GUANTÁNAMO.— Zohra Shaban Zewawi se acercó a la cerca, ató como mejor pudo las flores a la alambrada, y la mirada se le perdió a los lejos, en busca de su Omar... A pesar del optimismo de los cantos con que los manifestantes han hecho el recorrido hasta aquí, su rostro no logra ocultar la angustia.

Haber llegado a este punto de la geografía guantanamera la coloca en el sitio más cercano posible a su hijo, uno de los cerca de 400 reos mantenidos por Estados Unidos en la cárcel de la ilegal Base que llegó a tener en sus celdas a más de 770 hombres. Eso le provoca sentimientos encontrados.

«Por un lado, me siento muy estimulada de encontrarme aquí; por el otro, triste y molesta porque estando tan cerca, no puedo verlo, escuchar su voz, o percibir cualquier otra señal que me diga que está bien».

Hace casi cinco años no sabe nada de su existencia. Pero solo unas lágrimas escapan cuando el grupo se detiene, a escasos diez kilómetros de la instalación donde persisten las jaulas en que los hombres totalmente vestidos de naranja —o de blanco— siguen sufriendo a ratos la capucha, los protectores visuales totalmente negros, como un antifaz, y los aditamentos provistos de tapones que se ajustan al pabellón de la oreja para mantenerlos alejados del mundo sin poder escuchar, hablar, ni ver...

Asif Iqbal, ahora libre, recuerda a quienes todavía permanecen en el campo de concentración que Bush instaló en la Base Naval de Guantánamo y donde soportó golpes, encierro a oscuras, el olfateo de los perros, la soledad total... Así estuvo muchas veces el joven Asif Iqbal, de origen paquistaní, pero nacido y criado en Gran Bretaña. En otras le confinaban en solitario, esposado de manos y pies y atadas las cadenas a un grueso tornillo fijado al suelo, lo que le obligaba a permanecer acuclillado.

Muchos le juzgan valiente por retornar a las inmediaciones del sitio donde sufrió tantos abusos y vejaciones... Un «infierno» del que, no obstante pisar ahora el mismo suelo arenoso bajo el mismo implacable sol, Asif se siente lejos. Le impulsa el deseo de ayudar a los que están dentro aún.

«Ahora yo estoy libre...».

La fuerza que le permitió resistir puede haber hallado sustento en los frescos 20 años que tenía cuando fue llevado al virtual campo de concentración. Él asegura que la clave estuvo en olvidar momentáneamente que los suyos estaban tan lejos. Aunque apenas les dejaban hablar entre sí, todos los hombres vestidos de naranja se convirtieron en sus hermanos.

Fue lo que más le dolió al salir. «Ellos quedaban encerrados».

A pesar de su aire de desenfado, la parquedad de Asif delata sentimientos inconfesados. No quiso revivir los recuerdos amargos cuando, la noche anterior, se estrenó en esta ciudad el filme Camino a Guantánamo, que reproduce fragmentos de la dura odisea vivida por él y tres amigos, también ciudadanos británicos, a quienes los bombardeos sobre el territorio afgano sorprendieron en la vecina Paquistán.

Como diría el abogado Bill Goodman parafraseando la cruel ironía de W. Bush, tuvieron la desgracia de estar «a la hora equivocada, en el lugar equivocado». Habían llegado a la afgana ciudad de Kandahar en un convoy de ayuda humanitaria, cuando sintieron por primera vez los ataques de las fuerza de «la coalición». Fue el inicio de un trayecto accidentado de una a otra celda atestada de hombres tan sorprendidos y desconcertados como ellos. Solo después lo sabrían: les acusaban de ser miembros de Al Qaeda y haber estado con Osama bin Laden en una manifestación.

Un día llegaron los militares norteamericanos preguntando quién hablaba inglés. Él, ciudadano británico que se había formado viendo películas de Hollywood, pensó que no habría más problemas. Se dijo: «Ahora estás en buenas manos». «Pero entonces supe quiénes eran, en verdad, los soldados americanos».

Lo peor llegó cuando los depositaron en la pista de la Base. Inyecciones, golpes, música a todo volumen o soledad total; encierro a oscuras con rafagazos de luz que le herían la vista hasta gritar; el amenazante olfateo de los perros...

La historia, que el joven cuenta a saltos, fue narrada en la cinta exhibida ayer aquí. Pero solo cuando el proyector de la sala se apagó, Asif Iqbal abandonó el vestíbulo y se incorporó a la sala que, al reconocerlo, estalló en aplausos.

Ver las imágenes «habría sido demasiado», me confesó este jueves.

CESE YA

Para que el orbe se movilice contra ese poder abusivo con que la administración Bush pretende dominar al mundo han marchado aquí, enlazados en dos breves cadenas humanas paralelas, casi una veintena de pacifistas que representan a las miles de personas en el mundo opuestas a la ocupación de Iraq, como antes a la invasión de Afganistán.

Su procedencia es tan disímil como similar la causa que los une. Goodman, abogado que reclama, al menos, el derecho primario y elemental al hábeas corpus para los prisioneros de la guerra «contra el terrorismo» de Bush, camina a dos pasos de la activista social y política Medea Benjamin, siempre entusiasta y combativa.

La ex coronel Ann Wright es la única figura proveniente del lado de los captores y se nota feliz en su alivio después de renunciar a los cargos que la ataban a la administración Bush. Viste un pulóver negro.

«Desgraciadamente, esto es lo más cerca que podemos acercarnos a la prisión; pero nuestros corazones están contigo», le ha dicho Medea a Zohra, quien, tímida bajo el manto que le cubre la cabeza a medias, busca apoyo en su otro hijo, Taher, convencido de la inocencia de su hermano.

«No se puede detener indefinidamente a seres humanos. Es hora de liberarlos», afirma él.

La barbarie también sorprendió a Omar cuando esperaba visa para que su esposa afgana viajara con él a Gran Bretaña, donde tiene su residencia.

Nadie que sea madre puede dejar de compartir ahora el dolor contenido de Zohra. A un costado del nudo del pañuelo atado bajo el rostro lleva el sello con el número que identifica a su hijo en la prisión: 727.

«Muchos podríamos tener un hijo de la edad de Omar», comenta Medea.

De hecho, otras dos mujeres que también han perdido a los suyos son sus compañeras en esta manifestación tranquila que reclama el cierre de la cárcel de Guantánamo y el cese de las torturas.

Airosa dentro de una blusa blanca que refresca el siempre cálido ambiente de esta provincia, Cindy Sheehan va al centro. Se ha convertido en un símbolo de la oposición a la guerra luego de la muerte de su hijo Casey, soldado en Iraq. «Cuando nuestro ejército realiza prácticas ilegales compromete la seguridad de nuestros soldados en el campo», afirma. «Lo que ocurre en la Base me da náuseas. El trato inhumano tiene que acabar».

Toda de negro camina Adele Welty, empeñada en denunciar al mundo que la cruzada bélica de Bush no debe tener asidero en los tristes hechos del 11 de septiembre, aunque su hijo Timothy Welty, bombero de Nueva York, pereció allí.

«Shut down Guantánamo», dice la letra de la canción que han coreado en el camino desde el poblado de Glorieta hasta aquí. La vegetación, aún árida, no permite ver el mar que se adivina en la brisa, a pesar del abrasante sol.

Mat Whitecross, el cineasta que ha conmovido ya a unas cuantas almas al revivir las escenas de Guantánamo, no cesa de filmar...

Las telas que han acompañado la marcha también son atadas a los alambres de púa para mantener latente la exigencia de juicio justo para los capturados, a quienes no se ha formulado ningún cargo o acusación.

Luego de un breve servicio religioso durante el cual varios pastores cubanos se han unido a los pacifistas con su ruego por la vida y la concordia entre los hombres, el grupo se disgrega...

Algunos están ya bajo la lona de la carpa donde permanecerán todavía algunas horas pidiendo por los presos o, tal vez, reflexionando. La última en incorporarse ha sido Zohra, quien acompañada siempre por su hijo Taher permanece aún con la mirada perdida en la maraña de yerba, escrutando el horizonte en dirección al mar, entre los marabuzales. Sí, está segura que Omar debe volver.

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