Los que soñamos por la oreja
No abundan como uno quisiera las personas que por su forma de ser se ganan con facilidad el amor de los demás. Santiago Feliú, o sencillamente Santi, como le decíamos cariñosamente, es de esa clase de elegidos. Cuando desde un programa radial una llamada telefónica me despertó en la mañana de este miércoles 12 de febrero para indagar por la veracidad acerca de la muerte del Santi, de entrada no comprendí nada y llegué hasta pensar que todo era efecto de un mal sueño. Pero no, ahí estaba la voz de quien me preguntaba de manera insistente. Lo único que se me ocurrió hacer fue decir que yo llamaría después de corroborar o no la noticia, así que de inmediato telefoneé a mi amiga Paquita de Armas, moradora del mismo edificio en que residía Santi, y ella me ratificó la información.
Hay artistas dueños de una obra que resulta imborrable de nuestras mentes y cuyo quehacer queda ahí para conformar nuestras evocaciones y nostalgias. En esa categoría se inscribe lo llevado a cabo por Santiago Feliú, desde que debutase en los escenarios cubanos a fines del decenio de los 70, momento en que lo conocí en memorables descargas llevadas a cabo en el parque Almendares.
Sentado en mi cuarto, mientras el lector de la máquina de compactos repasa los cortes de los diez álbumes en solitario que del Santi compilo en mi fonoteca personal, para pensar que de algún modo él no se ha ido y que en el momento más insospechado me lo volveré a topar en cualquier rincón de La Habana, el recorrido que ahora hago por buena parte de su obra me transporta por diversos instantes de mi propia vida durante los pasados 36 años, pues conocí las primeras canciones de este cantautor cuando ambos éramos un par de adolescentes allá por 1978.
El tiempo ha transcurrido para nuestra generación, y los de entonces ya no somos los mismos. El proceso diaspórico y la muerte de tantísimos seres queridos me han ido dejando solo. Por eso siento como mío un verso de Santi de su tema Ay la vida y en el que asegura: «Lo triste de estos tiempos son las venas del recuerdo».
La última vez que nos encontramos fue en diciembre pasado. La gente de la revista El Caimán Barbudo habíamos ido a compartir una tarde de comida y bebida en casa de la Paca y en varias ocasiones llamamos al apartamento de Santi para invitarlo al fetecún. Él no se encontraba. Justo me lo topé en la entrada del edificio cuando ya yo me iba, Santi llegaba y nos saludamos. No hablamos apenas porque a decir verdad yo iba con una carga que me impedía coordinar bien las ideas y supongo que Santi se dio cuenta de ello. Es ese el postrer recuerdo de alguien que lo sentí siempre como parte de mi entorno natural.
Confieso que en este minuto no logro coordinar bien las ideas para escribir un texto más o menos coherente. Hacía tiempo que algo semejante no me ocurría. Imagino que es el hecho de que con la pérdida del Santi tomo aún más conciencia de que me sobran los dedos de una mano para contar los amigos que me quedan de mi adolescencia y temprana juventud. Con el autor de tantas canciones que conforman mi particular banda sonora, ni siquiera tendré de ahora en adelante la oportunidad de reencontrarnos en esa maravilla que es el ciberespacio, realidad virtual o virtual realidad (no puedo definirlo con exactitud).
No recuerdo bien en qué texto he escrito alguna vez que hubo una escuela de druidas experta en guardar los sonidos más queridos en caracolas de mar, para curar las nostalgias de los argonautas que partían al largo viaje. De haber sido yo uno de ellos, entre las voces de las que no habría prescindido está la de Santiago Feliú.
Quiero concluir estas líneas dedicadas al Santi a propósito de su fallecimiento, reproduciendo un fragmento de un texto escrito por nuestro común hermano Humberto Manduley, de seguro una de las personas que entre nosotros mejor ha decodificado la esencia de la propuesta de este genuino trovador, definido por otro buen amigo, Juan Pin Vilar, como «un hippy en el comunismo». En sus palabras, el Mandu (que de seguro también desde México estará más que afligido ante la pérdida del Santi) deja sentado que en los textos de Santiago Feliú, además de los temas sociales, aparecen tópicos como los sueños, el tiempo, la muerte y el amor, por lo que con sobrada lucidez afirma:
«Su discurso poético es todo lo personal que permiten las actuales condiciones globalizadoras en el arte. En sus canciones priman metáforas casi dadaístas (“azul como su hijo, bebé como su cielo”), de un lirismo cristalino, o de una intensidad sobrecogedora (“solo con golpes hondos mi alma intranquila entiende”). También es irreverente y cáustico, apasionado y tierno, lúcido y mordaz, una especie de Borges lisérgico (es la primera equivalencia literaria que me viene a la mente) hilvanando palabras hasta decir exactamente lo que esperamos de él. Si bien a veces se mueve en concéntricos círculos intimistas no rehúsa un compromiso generacional. El mismo cantor que apuesta por nuestro devenir social en tanto nación (“es un amor por Cuba”) expresa sus rabias ante la cerrazón burocrática (“las buenas locuras las asesina un buen puesto”) o habla sobre la ambigüedad económica actual en el Rock and Rolito de Fulanito y Menganito. Aun cuando la etapa hipercriticista de los 80 ha quedado como anécdota, Santi sigue ejerciendo su rol de cronista de un tiempo histórico específico (el suyo, el mío) diciendo las cosas claras, sin tartamudear (¿algo insólito en él, no?), invocando el regreso nunca utópico de Lennon y el Che, hablando contra el oportunista, encarando su postura sin concesiones... y no digo más “no vaya a ser que algún cretino diga que uno es contrarrevolucionario”».