Lecturas
Es el mes de diciembre de 1933. La huelga eléctrica amenaza con dejar a la Isla a oscuras. El día 5, los empleados de la mal llamada Compañía Cubana de Electricidad, la mayor de las corporaciones norteamericanas en Cuba, presentan 41 demandas a la empresa. Quieren, entre otras exigencias, que el jornal mínimo se eleve a un peso con 60 centavos, y aspiran a una jornada laboral de 42 horas semanales. Conceden a la empresa un plazo de dos días para que acepte sus exigencias.
El conflicto eléctrico no era nuevo; lo motivaron en un comienzo los consumidores. Desde la caída de Machado pedían la reducción de la tarifa eléctrica y llegaron a clamar incluso por una huelga de pagos. La compañía, que daba electricidad a unas 207 poblaciones cubanas y obtenía enormes ganancias, se resistía al pedido.
El día 2, el gobierno de Grau San Martín, que tenía a Antonio Guiteras como secretario de Gobernación —ministro del Interior— propuso mediar en el conflicto. Decretaría una disminución de la tarifa, con lo que el kilowatio, que oscilaba entre los 13 y los 15 centavos, se fijaba en diez, y se concedía a los deudores un plazo de tres meses para cubrir sus atrasos, tomando la nueva tarifa como base.
La compañía respondió entonces con un plan de austeridad brutal: 3 000 trabajadores serían despedidos y ejecutaría una reducción salarial del 25 por ciento, medidas que tenían el apoyo del embajador norteamericano Benjamín Sumner Welles.
De cualquier manera, se hacía decisivo el papel de Guiteras en el conflicto, y para atraerlo a su favor el administrador de la Compañía lo visitó una noche en el apartamento del edificio López Serrano, en El Vedado, que el Ministro ocupaba con su familia.
No existen registros de cómo transcurrió el encuentro, ni de cuánto ofreció el visitante para conseguir la parcialidad de su interlocutor. Se dice que le puso sobre la mesa un cheque en blanco para que lo rellenase con la cifra que deseara. Otros aseveran que le ofreció 230 000 dólares y le aseguró que, si le parecía poco, contaba con facultades para llegar al medio millón.
Pasó así a la historia la forma en que Guiteras rechazó la oferta.
—Yo he visto hombres valientes —dijo—, pero usted lo es más que ninguno…
Se puso de pie y llamó a su madre, que permanecía en la habitación contigua.
—Mamá, este señor quiere marcharse. Haz el favor de acompañarlo hasta la puerta.
El poeta José Zacarías Tallet repitió no pocas veces esta anécdota y Fernando Carr Parúas la incluyó en el libro donde recogió pasajes de la vida de ese notable poeta y periodista, autor de La semilla estéril. Es una historia, decía el mismo Tallet, que no tiene precio.
Eran los días de la dictadura de Gerardo Machado y los jóvenes revolucionarios Raúl Roa y Pablo de la Torriente Brau eran perseguidos con saña por los cuerpos represivos del régimen. El capitán Miguel Calvo, jefe de la llamada Sección de Expertos de la Policía Nacional, empeñado en echarles el guante, logró localizarlos al fin en la casa de Tallet y, al frente de un grupo de sus hombres, se personó en el lugar para hacer realidad su viejo anhelo de detenerlos.
Cuando los expertos irrumpieron en la modesta morada del poeta, Pablo de la Torriente escribía el artículo que una revista le había encargado. No se inmutó. Tratando de tú al temible Calvo, le dijo:
—Espérate… Déjame terminar este artículo. Me hacen mucha falta los diez pesos que me pagarán por él.
Relataba Tallet que Calvo y sus hombres quedaron estupefactos. Se miraban unos a otros sin saber qué hacer, mientras Pablo volvía a aplicarse sobre la máquina de escribir. Tal era la decisión del periodista, que a los expertos y a su jefe no les quedó otro remedio que esperar.
Refieren los que lo vieron hacerlo, que escribir era para Pablo algo tan natural como respirar o sudar. Lo hacía sin esfuerzo alguno. La idea le venía presta a la mente y los dedos se deslizaban, ágiles, sobre el teclado de la maquinita. Con la misma facilidad de siempre, Pablo concluyó su artículo, sacó la cuartilla del rodillo, la juntó con las que ya tenía escritas y se las pasó a Tallet, no sin advertirle a quién debía entregar el artículo: Cóbrame los diez pesos y llévamelos a la cárcel… No se te vaya a olvidar.
Fue entonces que Pablo se entregó y pudo el capitán Calvo conducirlo a la estación de policía.
Está José Antonio Echeverría en el restaurante Tally-Ho, de J y 23, en El Vedado, a donde acude de cuando en cuando. Se dispone a almorzar y lee la carta con detenimiento cuando un carro patrullero aparca frente al establecimiento. Descienden del vehículo el gazero, que es el policía que viaja junto al chofer en el asiento delantero, y también el artillero, el vigilante del asiento de atrás. Penetran ambos en el Tally-Ho y avanzan con pasos rápidos en dirección al presidente de la FEU, que los ve venir sin inmutarse. Están ya a su lado.
—¿Usted es Echeverría?— preguntan.—Efectivamente…
—Tenemos órdenes de llevarlo detenido.
José Antonio se pone de pie y dice: —Bien, si pueden llevarme, llévenme.
Los policías dieron media vuelta. No lo detuvieron.
No precisan los testimonios los detalles de aquella visita. Dicen que una comisión de estudiantes y trabajadores, de la que formaba parte el líder universitario Julio Antonio Mella, acudió a visitar al presidente Alfredo Zayas a fin de solicitarle la excarcelación de un dirigente obrero.
Zayas accedió a recibir a la comitiva, pero le pareció de mal tono aquella mezcolanza de obreros y estudiantes. Aguardaban todos a que los hicieran pasar al despacho presidencial cuando uno de los edecanes anunció que el mandatario los atendería en dos grupos; primero, a los estudiantes, y luego a los obreros y, ya cara a cara, regañó a los primeros por la juntera.
Julio Antonio Mella le salió al paso, y fue tan rotundo y contundente que Zayas reconsideró su actitud y ordenó que hicieran pasar a los trabajadores que habían quedado fuera. En eso un sirviente entró al despacho con un vaso de leche para el primer magistrado.
—¿Ustedes gustan?— dijo Zayas con cortesía, pero también con la seguridad de que ninguno de los presentes aceptaría el ofrecimiento. Se equivocó, pues de inmediato se dejó escuchar otra vez la voz de Julio Antonio, que solía tomar más de un litro de aquel alimento todos los días, y que para colmo no había desayunado aquella mañana.
—Sí, gracias —dijo—, y se zampó de un tirón el vaso de leche del Presidente de la República.
Es el 29 de septiembre de 1933. Desde uno de los balcones de la Liga Antimperialista, en la casona de Reina y Escobar, el poeta Rubén Martínez Villena, más muerto que vivo, devastado ya por la tuberculosis que le estrangula la voz, se dirige a los presentes.
Sería la última vez que hablaría en un acto público. Despide las cenizas de Julio Antonio Mella… Apenas puede hacerse oír. De pronto comienzan los disparos. La soldadesca se ensaña con la multitud. Muere Paquito González Cueto, un pionero de 13 años de edad. Cerca de él está Natacha, la hija de Mella, de seis años, que gracias a la actuación de un amigo de la familia se salva de las balas. Las cenizas de Mella, en la confusión, parecen perdidas para siempre…