Lecturas
Fue por parte de España, escribió un historiador, el esfuerzo desesperado y loco de la agonía. Incapaz de sofocar en Pinar del Río el empuje de las tropas mambisas bajo el mando inmediato del mayor general Antonio Maceo, el sanguinario Valeriano Weyler, capitán general de la Isla, decidió poner en práctica, primero en la zona más occidental de Cuba y luego en todo el territorio de la colonia, la guerra de exterminio masiva contra la población cubana.
La idea de aquella guerra a muerte, aunque no era suya, no tenía secretos para él. La puso en marcha el Conde de Valmaseda en los días de la Guerra Grande y Weyler había sido entonces uno de sus ejecutores más eficaces en lo que toca al fusilamiento de familias enteras, la destrucción de caseríos y sembrados y el hacinamiento en ciudades y poblados de numerosos campesinos que tarde o temprano encontraban la muerte por hambre o enfermedades.
El 24 de febrero de 1895 se iniciaba la Guerra de Independencia. El 13 de julio del propio año, en la batalla de Peralejo, en la sabana situada a unos diez kilómetros al sudoeste de la ciudad de Bayamo, Maceo ponía en fuga al propio capitán general Arsenio Martínez Campos, a quien no pudo capturar por falta de las municiones suficientes en aquella acción que fue de las más importantes del Ejército Libertador antes del inicio de la campaña de la Invasión. El 23 de diciembre siguiente tiene lugar en Matanzas la batalla de Coliseo, acción, aseguran especialistas, de poca significación desde el punto de vista militar, pero de honda conmoción política. Enfrentado a las huestes conjuntas de Antonio Maceo y Máximo Gómez, no pudo Martínez Campos contener la marcha invasora hacia occidente. Pronto circularía el rumor, escapado del llamado Gabinete Particular del gobernador, de su renuncia, que terminó confirmándose avanzado ya el mes de enero de 1896, posiblemente el día 20, cuando Martínez Campos lo anunció de manera oficial.
Sucedió en el salón de actos del palacio de Gobierno. Esperaban al gobernador, periodistas, figuras civiles y militares del Gobierno, empresarios y comerciantes, incluidos aquellos que vendían al ejército colonial alimentos en mal estado, telas podridas, zapatos de cartón y medicamentos vencidos.
Federico Villoch, el autor de Viejas postales descoloridas, que «cubrió» el acto como periodista, recordaba que Martínez Campos llegó vestido con uniforme de campaña y ostentaba como única insignia el fajín rojo con bordas de oro distintivo de su alto grado militar. Lucía muy cansado y no ocultaba su emoción. La concurrencia lo recibió puesta de pie.
Habló el Capitán general:
«Señores, confieso que me he equivocado. Y como no pretendo de ningún modo insistir en el error, creo que es mi deber en tan solemnes momentos presentar la renuncia irrevocable de mi mando, y retirarme para no crearle conflictos al Gobierno de Su Majestad, dejándola en completa libertad para que nombre mi sustituto.
«Creo que una buena política haría más que el mejor plan de guerra, y eso le aconsejaré, con la sinceridad que he puesto siempre en todas mis acciones, a la Serenísima y buena Señora que rige los destinos de nuestra grande y gloriosa España».
Acota Villoch que el militar habló con un tono de voz de mansedumbre y acatamiento ante los mandatos ineludibles de la realidad, mientras que un murmullo de sorda y cobarde protesta se levantaba en el salón que exhibía los retratos de los capitanes generales. El héroe de Sagunto levantó la cabeza y clavó los ojos en el grupo de donde salió la protesta porque era el único que para lograr sus propósitos reclamaba guerra sin cuartel y mano de hierro. Prosiguió Martínez Campos: «Yo sé que algunos estiman mi gestión militar asaz benévola y conciliatoria, pero yo no puedo ni quiero ni creo que se debe proceder de otra manera para darle a este desgraciado pleito una solución práctica y estable».
Alguien gritó desde el público: «Acaso sea llegada la hora de ahogar la Isla en sangre…».
Rugió Martínez Campos: «¡Jamás! Yo no puedo adoptar ese procedimiento con un adversario noble que cura mis heridos y me devuelve mis prisioneros. Ningún otro que venga lo hará mejor que yo. Sea para él, sin embargo, la gloria o el anatema. Yo renuncio y me marcho. Y creo que al renunciar les cedo el camino a todos para que le encuentren la mejor solución al problema…».
Se dice que fue Martínez Campos, sin embargo, quien, tras la batalla de Peralejo, recomendó a Cánovas del Castillo, presidente del Gobierno español, la designación de Weyler como su sustituto, y la aplicación de la política de guerra de exterminio, si bien, por razones humanitarias, él no se consideraba apto para acometerla. Weyler, en cambio, demostró pronto que podía dejar chiquito al mismísimo Conde de Valmaseda.
El general de las patillas de mono, como llamaban a Weyler, asumió el mando en febrero de 1896 y su primera medida fue la de clausurar todas las tiendas ubicadas a más de 500 metros de los poblados habaneros y pinareños. Seguidamente suspendió la entrega de raciones de alimentos a las mujeres y los hijos de los insurrectos que no depusieran las armas. Requisó los caballos que se hallasen en el campo y se apoderó de todo el maíz disponible en las provincias de La Habana, Matanzas y Pinar del Río. Como nada de eso dio los resultados esperados y la revolución siguió su curso, Weyler dictó el bando de reconcentración. Era el 21 de octubre de 1896, hace ahora 123 años. El 22 de octubre de 1895 había comenzado la invasión.
Disponía que todos los habitantes de los campos o fuera de las líneas fortificadas de los poblados, se reconcentraran, en el plazo de ocho días, en pueblos ocupados por las tropas; se consideraría rebelde, y sería juzgado como tal, todo individuo que transcurrido ese plazo se encontrara en despoblado. Establecía el bando, por otra parte, que se juzgaría y penaría como auxiliares de los rebeldes a todo individuo que sacase víveres de los poblados sin la autorización militar pertinente. Las reses serían conducidas por sus dueños a los poblados o sus inmediaciones. Los ocho días se contarían a partir de la publicación del bando en la cabecera de cada término municipal. Transcurrido ese tiempo, los insurrectos presentados serían puestos a disposición del Capitán general que les fijaría el punto donde habrían de residir, «sirviéndole de recomendación el que faciliten noticias del enemigo que se puedan aprovechar, que la presentación se haga con armas de fuego y en especial que esta fuera colectiva».
El bando fue extendiéndose por toda la Isla. Se calcula que más de 300 000 campesinos fueron reconcentrados en las ciudades. Muchísimos murieron de hambre, mientras que la tuberculosis, la viruela y la escrofulosis diezmaban tanto a los reconcentrados como a los habitantes habituales de los poblados. Protestaron las autoridades municipales. El alcalde de Güines pidió a Weyler alimentos y medicinas para paliar el hambre y la propagación de enfermedades. Fue tajante la respuesta del capitán general: «¿Dice usted que los reconcentrados mueren de hambre? Pues precisamente para eso hice la reconcentración».
Los cuadros fueron aterradores. El dolor y la miseria se reproducían hasta lo indecible. Cada casa particular, según su situación, mantenía a sus expensas a un determinado número de reconcentrados con un pedazo de pan o una porción de comida, que por lo general no era abundante para quien la daba. La buscaba el padre; moría y aparecía la madre, moría asimismo, y llegaba el hijo mayor y así hasta que no aparecía nadie más porque la familia se había extinguido. Se daba el caso de que el último superviviente legaba a un amigo o conocido, como herencia inestimable, el favor de aquellas familias caritativas que, en la mayoría de los casos, no tenían inconveniente en seguir socorriendo a los nuevos menesterosos. ¡Nunca la solidaridad brilló tan alto en Cuba!
Escribía Federico Villoch: «Veíanse esqueléticos niños de meses, buscando afanosos el licor de la vida en los exhaustos senos de sus madres. Nadie lloraba porque nadie tenía lágrimas. Detrás de esta familia de espectros, seguían sus hijos de siete u ocho años, taciturnos, sin rumbo fijo, con la mirada vagarosa… Y cada día iba en aumento aquella oleada de indigentes que afluía sin cesar de todos los pueblos vecinos, y que se aposentaban en las calles, en los portales, en los parques, errando sin amparo al aire libre, bajo la lluvia, bajo el sol. No pocos agonizaban en los quicios de las puertas…»
Entre los reconcentrados de los últimos tiempos, llegó a La Habana Abraham Pérez, miembro de aquella familia que recogió y dio sepultura a los restos del mayor general Antonio Maceo y el capitán ayudante Francisco Gómez Toro. Al inhumarlos, el padre y los hijos confabulados en un pacto de silencio, juraron que nunca dirían donde habían depositado los cuerpos gloriosos para que no lo supiera el enemigo.
Abraham Pérez murió de 21 años de edad, víctima de la reconcentración. En su delirio postrero, repitió varias veces: «Que no sepan… que no sepan donde están».
Prefirió morir de hambre antes de entregar el secreto que le hubiese valido tanto oro. Veinte y cinco mil pesos ofrecía Weyler por el cadáver de Maceo.