Lecturas
Los que lo conocieron recordaron a un hombre rudo y arisco; enérgico, pero no arbitrario, despótico o prepotente. Siente como suyas las penurias de sus compañeros y es para él sagrada la atención de enfermos y heridos. Implacable con bandidos y ladrones, no es raro que se apiade de los prisioneros y sea generoso con el vencido. Es, por momentos, bonachón y complaciente, capaz de permitir cierta familiaridad a sus subordinados, pero sin que se pasen. Inflexible e inexorable en la línea del deber, exige la disciplina más estricta y poco amigo de convencionalismos y medias tintas, no oculta su desdén por ineptos, oportunistas e intrigantes, a los que en coléricos arrebatos fustiga con apóstrofes lacerantes. Algunos le temen o le odian, pero inspira respeto, admiración y simpatía en la mayor parte de los hombres que combaten bajo su mando.
Máximo Gómez pasó su vida en medio de dificultades y sinsabores sin cuento. Vio morir a cuatro de sus hijos, dos de ellos de inanición, en la manigua. En Jamaica, los cubanos lo evitan como a un leproso, creyéndolo culpable de haber auspiciado el Pacto del Zanjón —en lo que no tuvo responsabilidad alguna— e intenta sobrevivir allí con el cultivo de la tierra, cuyos frutos no le alivian la pobreza. Cuando está más desesperado, sobreviene la serenidad y un extraño sosiego. «No hay mejor consuelo, no hay más firme y seguro amparo para sentirse uno lleno de fortalezas en las desdichas, que una conciencia sin mancha», escribe. Le apena sin embargo en lo más profundo no haber podido dar a su esposa, Bernarda Toro, «Manana», una vida mejor. «Se unió a mí para ser tan desgraciada como yo». Lo complace no haber aceptado el oro español «como lo recibieron muchos hijos de la desgraciada Cuba».
No tiene amigos en Jamaica, nadie lo ayuda, salvo María Cabrales, la esposa de Maceo, siempre cerca de la familia Gómez-Toro. Lo visita una tarde el poeta José Joaquín Palma, aquel que en El Dátil le ofreció en octubre de 1868 los galones de sargento. Lo encuentra en su pequeño bohío de tabla y paja, apenas sin muebles… «tan sumido estaba en oscuros pensamientos, torturado Dios sabe por cuántas terribles preocupaciones, la cabeza hundida entre las manos, los codos apoyados sobre las huesudas rodillas, que no advirtió la presencia de quien viajó desde Honduras para verlo».
Porta el poeta buenas noticias. El Presidente de Honduras quiere amparar a oficiales del Ejército Libertador que andan por el mundo para emplearlos, con una paga aceptable, en la reorganización del ejército de su país. La oferta, piensa Gómez, sacará a sus hijos de una pobreza embrutecedora. Luego de un primer viaje exploratorio, regresa a Jamaica para llevar a Honduras a toda la familia. Pero todo queda en promesas a causa de la situación económica por la que atraviesa la nación, y el hombre que cuando el Zanjón rechazó el medio millón de pesos que le ofrecía el general español Arsenio Martínez Campos, se ve obligado a suplicar que le permitan a él y a su familia montar en un tren sin pagar con el compromiso de que lo haría al llegar a San Pedro Sula; una travesía de 24 horas con hambre, en asientos incómodos y con dos niños enfermos. Está lleno de deudas, que se afana en honrar, por lo que vive siempre en las garras de los prestamistas, confiado en que la Providencia le facilitará los medios para salir de apuros futuros.
Escriben sus biógrafas Minerva Isa y Eunice Lluberes en Máximo Gómez; Hijo del destino (2009), que el guerrero invicto en los campos de batalla marcha de derrota en derrota en los negocios, nunca tocado por la fortuna. A lo largo de cuatro años fracasa todo lo que emprende en Honduras: Cultivos agrícolas, un plan lechero a gran escala, un proyecto para producir añil y otro de cal. Diría el mismo Gómez: «Hasta el último centavo, sin que me haya salido a la luz ni siquiera uno de los pequeños negocios que he podido emprender».
Quiere irse a El Salvador, pero el Presidente de ese país le cierra la puerta. Corre ya el año de 1884 y los cubanos del exilio, decididos a reanudar la lucha, lo invitan a sumarse al proyecto. Formula un plan que contempla el fomento de múltiples focos insurreccionales, una junta de Gobierno y un mando militar y lo remite a Nueva York. Cae enfermo mientras espera respuesta. La pulmonía aqueja asimismo a la esposa y a dos de los niños. Enterado de la situación el general Eusebio Hernández, médico, recorre sin detenerse en el camino entre Tegucigalpa y San Pedro Sula. A su llegada tienen que desmontarlo del caballo. Llegó tarde para salvar a Margarita, de poco más de un año de edad.
Vimos la semana anterior que en un primer encuentro en el poblado de Jiguaní, Gómez se prenda de Bernarda y parece que lo mismo, con respecto a él, sucedió con la muchacha. Hay antes otra Bernarda —Bernarda Figueredo— de Bayamo, que le despierta una intensa pasión. Dice Gómez: «Su vista me causó tal impresión que vacilé dos días para continuar mi marcha; por fin, obedeciendo a la voz del deber pude arrancarme de aquel lugar donde dejaba a aquella mujer que por primera vez había despertado en mí una pasión tan ardiente, que yo sentía devorarme».
Bernarda Toro le trae el recuerdo de la otra Bernarda. Diría que el nombre hizo eco en su corazón. Secreto que a ella no le sería revelado jamás. La elegía como compañera por la coincidencia de nombre y algún parecido de carácter con la primera que le inspiró tanto. Desde el encuentro en Jiguaní Gómez quedará unido a Bernarda Toro, pese a sus amores efímeros con la joven Panchita Venero y con Lola Romero, una viuda propietaria de un hotel en que se aloja por casualidad y donde el amable trato de la señora propicia un acercamiento que progresa. La relación con la Venero fue efímera, pero dejó una huella profunda en los recuerdos del guerrero por la forma en que la muchacha fue asesinada por los españoles, sometida a un cruento y humillante martirio. La de Lola fue una relación secreta, sin anotaciones como es lógico suponer en su diario. Llenó todo un vacío en meses de tremenda soledad en Honduras y dejó un hijo.
Después de aquel primer encuentro vuelve Gómez a la casa de la familia Toro. Lleva una triste noticia. Fernando, uno de los hermanos de Manana, ha muerto en un combate en Holguín. No tarda en decidirse el incendio de Jiguaní. Los Toro prenden fuego a su vivienda y se trasladan a una finca de su propiedad. Es una familia acomodada. De golpe la vida calma y reposada de Manana es sustituida por la existencia incierta de la manigua. Sabe ella enfrentar la dureza de la guerra. Incansable, se multiplica en jornadas agotadoras: colabora en los hospitales de sangre, cultiva la tierra, cose y elabora utensilios para la tropa.
Las mismas tareas acometen por su parte Regina y María de Jesús, las hermanas de Gómez que lo acompañaron desde Santo Domingo. Salieron de El Dátil cuando el poblado fue incendiado por sus moradores. Soldados españoles y paramilitares cubanos pusieron precio a sus cabezas. Las querían como trofeos de guerra o para que les sirvieran de hilo conductor hasta su hermano. Teme Gómez que caigan en poder del enemigo o mueran de hambre en la caótica situación que se abre para los mambises desde comienzos de 1870. Por eso insiste y logra que se presenten a los españoles. Se niegan, pero terminan acatando la decisión del hermano que, enfático, advierte que «los soldados que le da la República no son para guardar mujeres». Angustiado, las ve marchar hacia un destino incierto. Padecen humillaciones incontables durante su encierro en La Periquera, de Holguín, y luego en la Casa de Recogidas, de La Habana, antes de quedar en libertad condicional por muy corto tiempo.
Asume el general Máximo Gómez la jefatura de la División de Holguín. Son tiempos difíciles. El Conde de Valmaseda lleva a cabo una política de tierra arrasada. Incendia cuanto encuentra a su paso, destruye fincas de propietarios cubanos y pasa por las armas a todo cubano mayor de quince años que sorprenda fuera de sus predios. Es la llamada Corriente de Valmaseda. Las tropas cubanas están hambrientas, cubiertas de harapos y mal armadas y diezmadas por el cólera. Gómez ocupa Santa Rita y combate en localidades cercanas, inmediatas a la ranchería donde está Manana. Tan pronto el rudo batallar le da un respiro visita la prefectura de Charco Redondo, bien resguardada entre montañas.
El 4 de junio de 1870 hay un aire festivo en el campamento. La pareja va a contraer matrimonio al estilo mambí, esto es, ante el prefecto de la localidad donde radica la novia. Salvador Cisneros Betancourt, marqués de Santa Lucía, presidente de la Cámara de Representantes de la República en Armas, y Fernando Figueredo Socarrás, patriota de reconocida austeridad y valentía, son los testigos de la ceremonia que tiene lugar conforme a lo dispuesto en la legislación civil de la República.
La radiante esposa es presentada a la tropa por el General, feliz y comprometido con la causa de Cuba. Ella seguirá al marido en la manigua y compartirá con él tristezas y alegrías y verá nacer y crecer a los hijos bajo el humo de las batallas.
La lectura es un hábito que acompaña a Gómez en la manigua. Lea los clásicos griegos, romanos y franceses y sigue los detalles de las guerras napoleónicas y las que se libraron por la independencia de América. Pese a su alto grado militar, en la manigua su porción es la exigua del soldado. Viste una guerrera oscura que luce el escudo de la República y una estrella de cinco puntas. Atadas a la montura lleva sus únicas propiedades: un costurero con hilo y agujas, el álbum con las fotos de sus hijos y un jarrito para el agua y el café. Porta también un atado de cañas que, por las noches, coloca debajo de la hamaca. Con su zumo mitiga el hambre y la fatiga. Participó en 235 combates y fue herido solo dos veces. Murió en su cama.