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«Nadie puede ser considerado un criminal hasta que no se pruebe su culpabilidad en juicio justo e imparcial». Así dice la Sexta Enmienda de la Constitución de EE.UU. Cuando no se aplica este principio, evidentemente se presencia una violación flagrante de los derechos civiles, y cuando hay agravantes puede hablarse, sin vacilación, de tortura.
El uso de esta por los militares estadounidenses y guardias de las prisiones, expuesto en las fotos de la cárcel iraquí de Abu Ghraib, no comenzó allí, ni en el campo de concentración de la Base Naval de Guantánamo, el territorio cubano ilegalmente ocupado por EE.UU. Tiene precedentes y también prácticas posteriores mantenidas aún hoy.
La información fue puesta el sábado en la web por CommonDreams.org: «Hoy en la ciudad de Nueva York, EE.UU. se está torturando a los musulmanes, detenidos sin récord criminal previo y que ni siquiera han ido a juicio».
No se trata de un invento. Ahí está el nombre de una de las víctimas, Syed Fahad Hashmi, quien durante tres años no ha visto la luz solar, ha sido mantenido en total aislamiento en una pequeña celda, bajo vigilancia de video y audio las 24 horas del día, y filmado hasta cuando va el baño o se ducha; no ha tenido contacto con otros detenidos, ni se le permite comunicarse con prisionero alguno.
Hashmi no recibe cartas ni puede enviarlas. Su único contacto es su abogado de oficio, pues él no pudo designarlo. Es más, aunque solo se le permitía que un familiar lo visitara una hora semanalmente, ese «beneficio» se le retiró cuando uno de los videos espías lo mostró boxeando con su sombra en la celda, y le respondió al guardia que le preguntó qué estaba haciendo.
El castigo de Hashmi es cruel e inusual, contradice la Constitución, y él, además, aún no ha sido procesado.
EE.UU., que se llena la boca para hablar de violaciones o supuestas violaciones de los derechos humanos en otras partes del mundo, exhibe un prontuario que lo desacredita totalmente y permite ponerlo en lugar «destacado» en cualquier lista, desde la de las contravenciones más elementales, hasta las de mayor brutalidad.
Un aislamiento forzoso —cuando excede de 60 días— está definido por los estudios médicos como una situación en la que el estado mental del confinado comienza a quebrarse. En la mayoría de los casos experimenta pánico, ansiedad, confusión, dolores de cabeza, palpitaciones, insomnio, rabia, depresión, y otros problemas que con el tiempo, según CommonDreams, pueden originar severos traumas psiquiátricos, provocar alucinaciones y desintegración mental. En fin, son las consecuencias de la tortura, condenada por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la Convención de la ONU, y en el caso de Hashmi también por la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial.
A él, un activista musulmán que creció en el distrito neoyorquino de Queens, fue al Brooklyn College y tiene un grado de máster en Relaciones Internacionales en una universidad londinense, se le acusa de ayudar a la red terrorista Al-Qaeda permitiendo que en su apartamento se almacenaran capas de agua, ponchos y calcetines que serían enviados a Afganistán, y que desde su celular se contactara a personas que, se dice, apoyaban a la organización.
Ninguno de estos presuntos delitos ha sido probado en juicio, el cual está programado para el 28 de abril. Mientras, dice CommonDreams, «continuará siendo torturado por el gobierno de EE.UU.» en una cárcel de Nueva York.
¿Dónde está la condena internacional? ¿Por qué en este caso la Europa exigente pone una venda a su encendida defensa de los derechos humanos? La prensa calla, los congresistas son sordos, la justicia hace mutis, la inacción paraliza las conciencias de una «América» que, a punta de las armas de sus ejércitos ocupantes, pregona «democracia y libertad».