Acuse de recibo
Como todos los pueblos costeros, San Ramón, allá en el municipio de Campechuela en la provincia de Granma, forcejea con las impredecibles veleidades del mar. Y aunque sus pobladores están acostumbrados, cuando alguien sale a pescar siempre hay una familia que se revuelve de angustias.
El 23 de mayo pasado, los jóvenes José Antonio Escalona Arzuaga y Guillermo Vázquez Rojas partieron a las cinco de la mañana en una chalupita con solo un par de remos, a buscar el pez que siempre te aguarda retador en el fondo marino, como diría Ernest Hemingway. Llegaron a escasos metros del «cabezo», como le dicen a una barrera coralina situada a lo largo de la costa, a 200 metros de la orilla.
Y de improviso, los condenados vientos del sur los arrastraban por el Golfo de Guacanayabo. Mientras más los dos pescadores intentaban avanzar hacia la orilla relevándose en los remos, más los soplidos infernales, entre 50 y 55 kilómetros por hora, los arrastraban mar afuera.
Ya al mediodía, la madre de José Antonio lloraba hacia adentro, con la incesante llovizna de dolor que ahoga a las mujeres de sol y salitre. Y solo rogaba al cielo que aquel mar endiablado devolviera a los dos muchachos con una sonrisa de oreja a oreja, calmando a todos: «ya señores, aquí estamos, no pasó nada, vieja…».
En San Ramón, pueblo de mar al fin, todos acuden a pecho descubierto a procurar a los suyos cuando el mar quiere arrebatárselos. Al mediodía partió en su búsqueda una lancha con varios pobladores, que retornó a las tres horas, con fatídicas incertidumbres. A las siete de la noche, ante la desesperación generalizada, zarparon dos lanchas más, que retornaron cerca de la medianoche en un silencio apenas roto por el llanto de las mujeres y el rompiente de las inmensas olas.
Hendris Manuel Albor Arzuaga, el hermano de José Antonio, trataba de controlar el dolor delante de los viejos. Si están vivos, claro que los encontraremos…Y al día siguiente, bien temprano, partió junto a otros vecinos, dividida la exploración en dos lanchas a motor.
Hendris intentaba en vano ahogar sus sombríos presagios en el lecho marino. A la hora de travesía mar adentro, cuando ya había perdido toda esperanza, divisaron un punto oscuro en el amanecer. Y fue peor, porque si bien aquella pequeña mancha en la lejanía le daba esperanza, al propio tiempo tristes augurios lo aguijoneaban como erizos.
La otra lancha llegó primero a despejar aquella duda, y sus tripulantes comenzaron a hacer señales desde lejos, señales locas de alegría, códigos que jamás Hendris podrá transmitir digitalmente, en su profesión de informático.
Estaban vivos y venían remando desde las primeras luces del amanecer, ya con la calma. Les quedaba algo de agua y refresco. Contaban la agonía frente al mar embravecido, como niños asustados. Hendris abrazó a José Antonio, y no pudo articular palabras. Inmediatamente llamó a la familia, con el celular de uno de los acompañantes en la búsqueda.
Ahora Hendris me lo cuenta en una carta. Y asegura que el momento más difícil fue cuando se acercaban a la costa:
«Yo no quería llorar, pero al ver al pueblo de San Ramón en la orilla esperando, no pude aguantar. Mire usted las cosas. La tensión contenida y de momento ver a mi mamá otra vez riendo y llorando de alegría. Y a todos saltando y gritando. La vida es muy fuerte. Me quedé sentado en la lancha y recosté mi cabeza en las rodillas. No quería bajar.
«Gracias a Dios allá arriba, y a los pobladores de San Ramón aquí abajo. Gracias en especial a esos que, en las distintas salidas entre las marejadas, no lo pensaron: Carlos, Carlitos, Rubén, Juan, Luisito, Alejandro Márquez, Ernesto Osorio, Yampio, Yoandris, el Negro, Versoni, Ernesto Basalto, y no sé cuántos más… No fue todo el pueblo, porque no cabía en las lanchas. Se lo aseguro, Pepe: yo soy duro, muy duro para llorar; y se me salían las lágrimas… se me salen ahora que le escribo».
Es San Ramón. Es Cuba.