Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El Cometa

Autor:

Eduardo del Llano

Entregué el dinero y me dieron seis tickets. Los repartí entre mis padres, mi esposa, la niña y la abuela, conservando uno para mí. Entonces, y solo entonces, miré hacia el cielo, como ya estaban haciendo decenas de vecinos.

Allí estaba el cometa: blanco, centellante, con una tenue cola, remedando un orgulloso espermatozoide que espiara a las estrellas para penetrarlas al menor descuido. Sin duda era el mejor espectáculo del año. Uno no se cansaba de mirarlo, y hasta los espíritus menos sensibles tendrían que sentir que algo les crecía adentro al conjuro de su pálida magia. Había quien no se iba a dormir en toda la noche.

—Es lindo —dijo mi hija. Como todos los niños, redescubría el cometa cada vez que lo miraba.

—Cuando yo era chica hubo uno como este —dijo la abuela— y podías contemplarlo gratis.

Una mujer miró de reojo hacia nosotros.

—Ahora es diferente —me apresuré a decir—: el cometa es un espectáculo público, y los espectáculos públicos se pagan. Ya bastante hace el gobierno garantizándonos su disfrute.

La mujer sonrió y se alejó.

—Dicen que el cometa se mantendrá hasta el verano —observó un vecino—, y luego habrá que conformarse con la luna.

—Siempre ofertarán otra cosa —dijo mi esposa—: una casa ardiendo, por ejemplo. Es un lindo espectáculo si no hay nada más.

—Tengo un amigo que sigue creyendo que el cometa es un anuncio del fin del mundo —dijo otro vecino.

—Tonterías —comenté— los periodistas-pregoneros lo dijeron claro. Este cometa fue diseñado especialmente para el disfrute de la población, para sustituir las antiguas telenovelas y la televisión en general. Fue una iniciativa cuando desapareció la costosa y obsoleta luz eléctrica…

—Pero estuvo lo del niño con dos cabezas —murmuró una mujer, persignándose.

—Eso también quedó claro. La madre del niño lo tuvo con el ruin objeto de recibir doble cuota de víveres. No fue una señal de nada.

—Miren, miren —dijo mi hijo, señalando al cielo.

Una nube pasaba por delante del cometa. No bastaba para eclipsarlo, sino que producía un tenue resplandor aurático de casi insoportable belleza. Enseguida vino alguien cobrando diez centavos extra. Pagamos disciplinadamente.

—¿Y en otros países no se ve el cometa?

—Se ve —admití—, pero eso también pasaba cuando había televisión, las imágenes se captaban fuera. Es inevitable.

—Hay mucha gente presa por mirar el cometa sin pagar —dijo un vecino que se había mudado hacía poco.

—Delincuentes —dijo mi esposa.

—Antes no se pagaba, dijo la abuela.

Mi esposa la pellizcó y empezó a discutir con ella en voz baja.

—Los turistas admiten que desde nuestro país se ve mejor —dijo un hombre gordo—, lo que no se entiende es por qué deben pagarlo tan caro en dólares.

—Esos se quejan de todo —dijo la mujer que se había persignado—; les dan binoculares y el derecho a mirar el cometa desde un piso alto, y todavía protestan. El cometa debía ser sólo para el pueblo trabajador.

—Hay quien dice que los turistas aún tienen televisión —murmuró el gordo— y que muchos la prefieren al cometa.

—Yo también la preferiría —dijo la abuela.

—Sí vuelves a hablar, no te sacaremos más a verlo —advirtió mi esposa.

Cayó una estrella fugaz. En ese caso teníamos derecho a pedir un deseo, colectivamente y en voz alta. A coro, pedimos que el cometa durara siempre.


Eduardo del Llano

Premio de literatura Aquelarre 1993.

Cuentos de la Bruja. Ediciones Sed de Belleza,

 Santa Clara 2002

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