La próxima semana, como cada año, irrumpe en nuestra ciudad la Feria Internacional del Libro de La Habana. La capital y otros lares se convierten en una fiesta del libro. Por suerte aún se conserva entre muchas personas el hábito de leer libros acunados entre las manos. Es como ir al cine a disfrutar una buena película en la pantalla grande (de más de 50 y tantas pulgadas) con toda la maravilla que esto implica.
Siempre que llega esta época no puedo evitar que venga a mi mente la casa de mi infancia, rodeada de mis hermanos y múltiples libros de todos los géneros, particularmente de aventuras. Leer constituía para nosotros una diversión, parte de nuestros juegos, que se vertían en toda la imaginación del mundo.
Cientos de veces nos convertíamos en intrépidos mosqueteros, al estilo de Athos, Portos, Aramís y D’Artagnan, los personajes protagónicos de múltiples historias del escritor Alejandro Dumas (padre). También podíamos ser valientes navegantes como Dick, el capitán de 15 años, creado por Julio Vernes; o armábamos con frazadas y palos de escoba la choza donde pensábamos que vivía Robinson Crusoe, uno de los náufragos más famosos de la historia de la literatura, nacido de la pluma de Daniel Defoe.
Nuestra infancia, marcada por los libros, también se reflejaba en el nombre de nuestras mascotas. Nuestro primer perro grande se llamó Colmillo Blanco, inspirado en el hermoso lobo de la historia de Jack London. Otro cachorro se bautizó como Rontu, el perro amigo de Karana, la protagonista de La Isla de los delfines azules, de Scotll O’Dell.
Muchos canes asumieron nombres como Sandokan (Emilio Salgari), Huckleberry (Mark Twain), Flecha, por La flecha negra, de Robert Louis Stevenson, y Kim, por Kim de la India, de Rudyard Kipling…
También hubo gatos renombrados en nuestra familia infantil, pero ninguno tan famoso como Duquesa. En esta ocasión el nombre viene de un filme de Disney, de 1970, dirigida por Wolfgang Reitherman, Los aristogatos. No recuerdo cómo llegó a la casa una pequeña gatica que ni siquiera había abierto los ojos. Su supuesto género femenino nos llevó a llamarla Duquesa, como la hermosa gata protagonista del filme, junto a sus traviesos hijos. Nuestra duquesa comenzó a crecer y con el tiempo vimos que no era gata, sino gato, pero ya tenía nombre puesto y respondía por él con una lealtad poco común en los felinos.
Lo más significativo era que siempre que había visita en casa, el gato hacía presencia en la sala de manera muy amistosa. Cuando se «excedía» en familiaridad había que decirle: «Duquesa, dale para allá atrás», y entonces él se bajaba de los muebles, extendía su rabo hacia el cielo y mostraba toda su masculinidad como para demostrar que de duquesa tenía bien poco.
Esta es la magia de los libros; muchos años después de haberlos leídos son capaces de hacernos recordar gratos momentos. Nos vemos en la Feria.