El argentino Carlos Sorín demuestra que sigue siendo un cineasta agudo. Autor: Internet Publicado: 08/12/2018 | 09:06 pm
Una adolescente espera en vano el regreso de su madre, un padre anhela conquistar el afecto de su hija, un muchacho siente atracción por la joven esposa de su progenitor, un niño adoptado genera inquietud entre los papás de sus compañeritos de escuela, tres hijos y sus padres enfrentan situaciones y conflictos… esos y otros temas parecidos abundan en esta 40ma. edición festivalera, muy centrada en las relaciones padres/hijos y la familia en general.
Como ocurre siempre, también, los alcances y cristalizaciones son diversos.
En Yo, imposible (Venezuela/Colombia), de Patricia Ortega, la veinteañera Ariel descubre que su condición intersexual (llamada popularmente hermafrodita) fue cercenada por una doctora con el consentimiento de la madre, ahora hospitalizada, de manera inconsulta; los trastornos físicos y las dudas acerca de la identidad de género se tornan una realidad incómoda para la joven, que parecen resolverse cuando en la fábrica donde trabaja conoce a Ana.
Coproducción entre Venezuela y Colombia Yo, imposible, de Patricia Ortega.
Tema delicado y poco abordado aún (con la argentina XXY, de Lucía Puenzo, entre los ilustres antecedentes), erige aquí un justo reclamo a la decisión propia cuando del cuerpo (territorio sagrado) se trata, aunque en casos como estos siempre vaya mucho más allá; también denuncia la homofobia —en específico lésbica—, la doble moral y la irresponsabilidad tanto maternal como médica.
Solo que Ortega ha querido abarcar demasiado y no todos los aspectos que aborda, si bien muy ligados, se desarrollan con la misma felicidad; incluso, las entrevistas a otros personajes con situaciones semejantes que desde una perspectiva documental se insertan en el relato, aunque abundan en el tema, no se sienten colocadas de manera orgánica. No obstante, resulta un filme sugerente.
Joel significa el feliz regreso de un viejo amigo, el argentino Carlos Sorín (Historias mínimas; Bombón, el perro; Desaparece el gato…), quien aborda esta vez el siempre espinoso ítem de la adopción. Un matrimonio acoge a un niño de nueve años, y durante el período de prueba se esfuerza al máximo por conferirle atención y cariño, al borde de la sobreprotección, pero mientras intentan aprender la difícil tarea de ser padres, el origen marginal del hijo adoptivo comienza a generar dificultades en la escuela y a sembrar temores en los familiares de sus condiscípulos; la madre, sin embargo, está dispuesta a llegar al final sin renunciar un ápice a lo que considera sus derechos.
El mítico autor de ese clásico latinoamericano que es La película del Rey, quien sentó cátedra desde entonces (el ya lejano 1986), demuestra que sigue siendo un cineasta agudo, sabedor de los secretos y misterios de la cámara y sus desplazamientos en función de relatos impresionantes, como sin dudas es este, en el que se sumerge en varios aspectos de las relaciones filiares y sociales logrando un sutil e inteligente entramado: las frágiles barreras entre el egoísmo p(m)aterno y la preocupación por los hijos; la educación desde la cuna a la escuela —institución a veces parcializada y vulnerable— y los riesgos de toda decisión, son algunos de ellos, pero Sorín no juzga, no divide acríticamente «bienes» y «males», sabe que todo tiene enveses difíciles de etiquetar; más bien expone los hechos y actitudes para que los compartamos y evaluemos.
Su filme, de sólida puesta en pantalla, dosificado suspense y notable diseño de caracteres, se engalana con la actuación superlativa de Victoria Almeida, la madre tenaz y resuelta, candidata segura al Coral femenino en este rubro.
Tanto la ópera prima Familia sumergida como Tarde para morir joven (que compite en largos de ficción) son relatos que extravían el pulso y la brújula ante deficientes tratamientos.
En la primera (Argentina/Brasil/Alemania/Noruega), dirigida por María Alché, dentro del veraniego Buenos Aires el luto lleva a Marcela a desarmar la casa, alegoría que apunta al propio intento de autorreconstrucción; el vínculo con los hijos, el marido casi siempre ausente y la llegada de un amigo que le propone salir de su dura rutina, conforman un cuadro de diversas gamas en el que se abarca mucho para poco: el universo peculiar de los jóvenes respecto a los adultos, las complejas relaciones de/con otros miembros de la familia y sus conflictos, las insatisfacciones y falencias de la protagonista, son líneas dramáticas pobremente esbozadas y peor desarrolladas; aunque con puntos a favor en la ambientación, la dirección artística y más de un desempeño notable (como esa gran actriz que es Mercedes Morán), el relato se siente disperso y difuso.
Algo semejante ocurre con la película Tarde para morir…, coproducción entre Chile, Brasil, Argentina, Holanda y Catar, que rodó otra fémina, Dominga Sotomayor Castillo. Tras la llegada de la democracia chilena en 1990, varias familias amigas se reúnen para veranear en una comunidad rural y aislada, a la espera del año nuevo: primeros amores y tanteos eróticos, relaciones complejas y difíciles entre padres e hijos, brechas generacionales, la música rockera como terapia y catarsis, y la naturaleza en su dualidad benévola y terrible, son algunas cuerdas que pulsa la joven directora sin que consiga integrar bien ninguna: se le escapan problemáticas, se le pierden personajes, se queda en la superficie de casi todo y pierde oportunidad de profundizar en los mismos.
En El río (Bolivia/Ecuador), de Juan Pablo Ritcher (otra ópera prima), un adolescente introvertido visita el rancho de su pudiente padre, todo un terrateniente que dispone de vidas y empleos; la relación del visitante con la joven pareja de aquel genera choques tanto en su mundo como en el de la muchacha, quien tomará al final una decisión sorpresiva.
Retrato notable sobre la rebeldía adolescente, faltó sin embargo, mayor hondura en el abordaje de los conflictos, que parecieran destinados sobre todo al efecto-desenlace.
Sócrates, del también debutante Alex Moratto (Brasil), ofrece el perfil de un adolescente en un barrio marginal de la costa paulina, quien tras la muerte de su madre se enfrenta al desempleo, los problemas de vivienda, la discriminación tanto etaria como sexual, la incomprensión y la búsqueda de afecto y amor en un mundo que se lo niega.
Momento de la brasileña Sócrates, del debutante Alex Moratto.
Aunque debidamente ambientada y actuada, Moratto se deja arrastrar por la tentación del «miserabilismo», no consigue evitar los tópicos y estereotipos del cine sobre marginalidad y carga demasiado la mano en desgracias, lo cual le resta puntos al despegue.
Cenizas, coproducción entre Ecuador y Uruguay que rige Juan Sebastián Jácome, trae las desavenencias entre Caridad y el autor de sus días, a quien no ve hace muchos años; ante la amenaza de un volcán en erupción, ella, huérfana de madre, no tiene otra opción que contactarlo, y ahí es donde comienzan los reproches, las sospechas y acusaciones de un hecho familiar grave.
El tono penumbroso de la fotografía contribuye a diseñar la atmósfera lúgubre de esas tensas relaciones, mientras el molesto polvo del volcán se torna metafórico; con estimable gradación sobre el proceso de rechazo/acercamiento que redondea un relato orgánico y fuertes desempeños histriónicos, la obra invita a seguir la incipiente carrera de su bisoño director.