Fue por los días en que Fulgencio Batista, encaramado en el poder por un golpe de Estado, el primero de su triste historia, trataba de imponer la bandera del 4 de septiembre, como símbolo de su asonada castrense.
El pueblo rechazó aquel trapo con aspiraciones de arcoíris, que podría quedar como ejemplo de mal gusto en los anales de la heráldica. ¡Y cuando decimos anales le estamos dando el sentido que el lector debe suponer!
No recuerdo cuántos colorines tenía aquella bandera, pero reunía una gama polícroma tan ridícula como los gestos públicos del sanguinario dictador, al que un periodista de la época llamó, con toda justicia, Napoleón de bolsillo.
Un grupo de alumnos de ingreso al bachillerato fue a Sagua la Grande a examinar en el Instituto de Segunda Enseñanza. Entre nosotros, procedentes de Quemado de Güines, se destacaba por su gracia natural, Israel Coba, «El ciego», al que llamábamos así porque padecía de cataratas congénitas, con un pronóstico desfavorable de un oculista famoso. Le había augurado que perdería totalmente la visión en pocos años. (La fiebre tifoidea se encargó de impedir que se confirmara la certeza del apodo, tronchando su vida en plena juventud).
Ninguno de nosotros había visto una fuente de soda. En Quemado, si acaso, conocíamos el guarapo y el granizado de a centavo. Y al llegar a Sagua y enfrentarnos por primera vez al sofisticado sifón, caímos sobre el establecimiento refresquero con espíritu de pioneros. «El ciego» con más entusiasmo que los demás.
Costaba un centavo el vaso. Y, quizá por observar el para nosotros inusitado experimento de mezclar el extracto con el líquido efervescente, o por saciar su sed de sabores de distintos gustos y colores, «El ciego» se gastó todo su capital, una peseta, probando cada uno de los distintos tipos de refrescos:
—Cola. Mantecado. Fresa. Anís. Menta.
Y cuando se había agotado la lista de ofertas, volvía a empezar de atrás para alante:
—Menta. Anís. Fresa. Mantecado. Cola.
Todos nos asombrábamos de su capacidad estomacal. Y, como era lógico, nos preocupamos por su salud. No sabíamos si aquel exceso de líquidos desconocidos por nosotros podría provocarle ingesta.
Regresamos a Quemado, no sin haberle manifestado a «El ciego» nuestra preocupación. Y quedó decidido que, al día siguiente, nos informaría del resultado.
A primera hora, y cuando estábamos reunidos en el patio del colegio, apareció El Ciego. Venía feliz. Orgulloso. Y ante nuestra curiosidad exclamó lleno de satisfacción:
—Soy un cubano afortunado. Hice lo que hubiera querido hacer todo el mundo en Cuba. Hoy por la mañana cuando fui al baño, «cagué» la bandera del 4 de septiembre.