Las actrices Alicia Bustamante y Leydis Díaz (Nereyda). Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 06:15 pm
Hasta aquí hemos llegado. Un nuevo verano machacando los estribillos de cuánto ha descendido el nivel de la telenovela nacional, y ni siquiera quedan fuerzas para rememorar las glorias pasadas y recordar el dato, totalmente inútil a estas alturas, de que el género fue inventado en Cuba, en tanto descendencia del folletín y la radionovela.
Uno de los textos que los televidentes cubanos debiéramos llevar tatuados en la frente, serigrafiados en el hipotálamo, dice que «jamás nuestra telenovela consigue llegar al punto más bajo», porque la derivada negativa suele ser tan profunda, año tras año, que nos muestra nuevos abismos. Y no lo digo porque Cuando el amor no alcanza sea exactamente la clásica gota que desborda la gigantesca copa de nuestra paciencia. Ocurre que hay un efecto acumulativo, desfavorable, y tal vez arraigado ya, que distancia a muchos espectadores cubanos de las variantes criollas del género telenovela.
Porque al crítico, y al televidente, se nos colman la paciencia y los adjetivos, y nos aburrimos de perogrulladas, eufemismos y «de que esta serie fue hecha con mucho amor», y nos hartamos de alentar expectativas infructuosas. ¿Acaso resisten un análisis medianamente riguroso las tres cuartas partes de las últimas diez o 20 telenovelas producidas en Cuba? ¿Será verdad que con semejante producción (escasa, antigua, elemental) alguien piensa atrapar el gusto de los cubanos, abocados a la competencia de propuestas brasileñas y colombianas, por no hablar de otras series, de similar corte, y producidas en Estados Unidos o Europa?
La saludable apertura de nuestra pequeña pantalla a productos de todo el mundo, actuales y de alta calidad, ha demostrado el indiscutible interés cultural que sigue alentando a nuestros medios, pero ha puesto en evidencia nuestros vacíos, desnudeces, prejuicios y obsolescencias de todo tipo.
La intermitencia y la falta de sistematicidad parecen ser dos de nuestros peores padecimientos en un género marcado, como ningún otro, por la costumbre y la reiteración funcional. Finalmente, en un acto casi heroico, se consiguió restituir la telenovela nacional a su frecuencia de tres veces a la semana —para descontento de quienes ya se habían acostumbrado a pasearse entre favelas y condominios, de lunes a viernes. Y es que en términos de telenovela, estamos perdiendo paulatinamente no solo los espacios, sino incluso al público habitual, por no hablar de otros detrimentos en términos de autoridad cultural o distinción estética.
Conozco de los tremendos problemas de producción enfrentados por Cuando el amor no alcanza, pero la anterior, y la anterior a la anterior, también padecieron similares dificultades, que jamás justifican la poca imaginación ni el escaso conocimiento del oficio y de las reglas más elementales del género.
El tema es que los espectadores nos vamos poniendo viejos, y la telenovela cubana, junto con nosotros, va perdiendo brillo y facultades, como si estuviera aquejada por alguna predestinación a la imposibilidad, y entonces ocurre que la medianía es recompensada cual si se tratara de faraónico triunfo, porque en el país de los ciegos, etc., etc., y a fin de cuentas no está tan mal, y el hipercriticismo tampoco es el método adecuado de evaluar el trabajo dedicado de tantísima gente, etc., etc., etc.
Cuando el amor no alcanza está perjudicada, en primerísimo lugar, por un elenco de actores y actrices que parecen estar jugando a ganarse el premio al más externo, inorgánico o recitativo. Y en un elenco numeroso, cuando el espectador se identifica con los personajes y las situaciones, se puede pasar por alto algún desatino, pero cuando la norma y la regla, capítulo tras capítulo, consiste en colocar frente a cámara a dos o tres intérpretes, rígidos y desconcertados, que evidentemente ignoran el modo armónico de apropiarse de los textos y darles vida a los personajes, y hacer creíbles las situaciones, al espectador apenas le quedan otras opciones que salir disparado en busca de otra cosa.
Puestos a escribir sobre los actores, se percibe un crecimiento positivo de Mayelín Barquinero, respecto a trabajos anteriores, a la hora de encarnar a Rita, la protagonista. Tal evolución le falta a Orelvis Díaz (Daniel), a quien muy raramente se le puede ver expresando la desesperación y la culpa que le atribuyeron a su personaje.
Tampoco convence, ni por actuación ni por el diseño de personaje, ni mucho menos por los textos grandilocuentes y extemporáneos que le asignaron, Teté (Daysi Sánchez) la encargada del edificio, pues sus intervenciones debieran incentivar el interés en los conflictos y solo entorpecen, alargan y estorban la exposición de los mismos.
Sorprenden por su naturalidad y verismo Yura López (Yaneisi) y Alberto Joel García (Víctor), quien regresa a nuestros medios mucho más creíble y profesional que antes. Mayra Mazorra y Alicia Bustamante (qué maravilla tenerlas otra vez en televisión) intentan animar de algún modo los papeles un tanto aburridos que les entregaron.
Imposibilitado de mencionar todos los descalabros y logros (que además los hay) es preciso asumir que la dirección de actores acertó en un porcentaje más bien exiguo, porque hemos perdido las jerarquías, el escalonamiento que antes se verificaba, según el cual nuestros actores se iban probando en empresas «menores» hasta que les llegara el momento de protagonizar telenovelas.
Otro de los síntomas del declive tiene que ver con el arribo de rostros totalmente desconocidos, en masa, al dramatizado estelar de la televisión. Aclaro que estoy a favor de la incorporación de los jóvenes y su frescura a la pequeña pantalla, habida cuenta de la emigración que está padeciendo el medio, y de nuestra torpeza para fabricar nuevas estrellas, pero también es cierto que la telenovela se sustenta, ineludiblemente, en la escogencia de rostros conocidos, fotogenias aceptadas, largas trayectorias profesionales (atención a la experiencia del monopolio O Globo).
El otro pilar sobre el cual se sostiene cualquier telenovela es la narración, la historia establecida sobre los imprescindibles lugares comunes de la cursilería y el melodrama, que aquí se recrea en cierta artificialidad a la hora de vincular las historias y conferirles un eje común. Soy de los que opino que el principal problema, esta vez, no radica precisamente en la narración, originalmente concebida por esa autora clásica que es Mayté Vera, y luego adaptada por Consuelo Ramírez y el director Jorge Alonso Padilla. En general, el guión acierta a dibujar, con suficiente holgura, un mosaico amplio de parejas y familias enfrentadas a los retos del envejecimiento, los prejuicios sexuales, la infidelidad, la desunión, los choques generacionales, el tratamiento de la discapacidad, el machismo y la escasez de espacio, entre otros, todo ello registrado en un edificio del Vedado capitalino, recreado con aceptable realismo.
Mayté Vera conserva su inveterada capacidad para pulsar la contemporaneidad, en tanto conoce al dedillo los modos de combinar el diario acontecer de nuestra trama con un entramado de conflictos, identificaciones y moralejas concernientes a la intimidad de muchísimos cubanos y cubanas. Pero entonces aparece el otro gran problema: además de las numerosas interpretaciones monocordes y esquemáticas, está el exánime lenguaje visual empleado. Ahora sacaron la cara la plausible escenografía y dirección de arte, pero carecen por completo de vuelo e inspiración, sobre todo, los escasos movimientos de cámara, las aburridas composiciones, la monótona iluminación, la edición que apenas puede evitar los tiempos muertos y además selecciona tomas inconvenientes para los actores, o contrarias al efecto dramático deseado…
Con la notable credencial de Bajo el mismo sol, Padilla corrió demasiados riesgos a la hora de dirigir actores y actrices de escasa experiencia, conocimiento del medio y muy poca flexibilidad. Probablemente fue tan grande el reto de dirigirlos, que optó por un look convencional, demasiado convencional, en cuanto a la puesta en escena. Tampoco estoy pidiendo experimentos y osadías en un género que, generalmente, los repele, pero si se quiere tener idea de lo que digo compárese la apariencia audiovisual del ligerísimo, casi pueril divertimento colombiano que sale en las tardes de Multivisión (El secretario) con el envaramiento, la grisura y falta de incentivos formales de nuestra telenovela. ¿Será que la defensa de valores humanos —indiscutiblemente presentes en esta obra de Maité Vera, Padilla y el colectivo completo— siempre se vinculará, entre nosotros, con la chatura formal, la prédica aburridora, poco atractiva, y digámoslo de una vez, la concomitancia con el más completo feísmo?
Mientras tratamos de comprender y explicar lo que ocurre, y exaltar los insuficientes méritos de cada telenovela cubana, nuestras ofertas van perdiendo el aprecio de miles de telespectadores; quien no lo crea puede echarles un vistazo a los foros de internet en los trabajos concernientes a este tema, en tanto los trabajos periodísticos hechos por la misma televisión, en la vecina Rampa, casi nunca develan el espíritu crítico, inconforme, perceptible en un sector bastante amplio del público.
Para nadie es un secreto que el principal dramatizado de Cubavisión va dejando de ser —en una pendiente que ojalá podamos remontar muy pronto— la opción única de la familia cubana. Queda la costumbre del amor de los cubanos incluso por la destemplanza del vino, cuando es nuestro. Y esa preferencia a lo mejor continúa salvando, justificando y festejando el dramatizado (supuestamente) principal de la televisión. Pero yo no estaría tan seguro.
En Cuando el amor no alcanza la dirección de actores acertó en un porcentaje más bien exiguo.