Alberto González y Mario Aguirre (derecha) en Las heridas del viento. Autor: Cortesía de la compañía Publicado: 21/09/2017 | 06:09 pm
Durante todos los fines de semana de abril el teatro Hubert de Blanck permaneció repleto; allí Mario Aguirre celebraba 50 años de vida artística protagonizando el montaje de una pieza española: Las heridas del viento, que escribiera uno de los más exitosos dramaturgos contemporáneos: Juan Carlos Rubio, quien entre muchos reconocimientos detenta el Premio SGAE (Sociedad General de Autores y Editores) 2005 y el Lope de Vega de Teatro 2013.
Fabricio Hernández fue el responsable de la puesta en escena y dirección artística de esta versión acerca de un tema tan viejo, como siempre abordable, con renovadas aristas: el amor platónico, ese querer a alguien desde la imaginación y la fantasía sin concreciones reales, el calderoniano sentido de la vida como sueño (que según el también español «sueños son», pero a veces también verdaderas pesadillas) y la diversidad sexual como eterno magma de conflictos respecto al mundo y los demás.
Comedia dramática, tiene como tal mucho humor pero también la amargura y desgaste que implica la existencia en cualquiera de sus variedades; en este caso, un joven descubre cartas de su padre recién fallecido que insinúan una relación homoerótica, y de inmediato se da a la búsqueda del remitente; entre ambos se establece un nexo que atraviesa el cinismo, la incomprensión y el desencuentro, el choque de cosmovisiones y puntos de vista totalmente opuestos, lo cual evoluciona a un entendimiento que crece e incide en el enriquecimiento de ambos.
Rubio ofrece un texto lleno de sutilezas, de diálogos inteligentes e ingeniosos; sobre todo el personaje del hombre mayor, que viene de regreso y «se las sabe todas», proyecta una ironía corrosiva, un cinismo que mantiene siempre en alto la rica esencia dialógica de la pieza; esta no comete el error de proponer verdades únicas ni absolutas: se proyecta con una riqueza en la complejidad de las relaciones humanas, predica la comprensión y la aceptación aun de lo que cuesta trabajo asimilar, de modo que el joven descuella también por la delicadeza y los contrastes en el diseño del personaje.
Asistido eficazmente por Luis Juan Aranzola, el director nos entrega una puesta madura y matizada. En ello tienen no poca responsabilidad las luces de Abilio Venegas —propiciadoras a nivel visual de las tensiones y frecuentes choques de los dos hombres enfrentados— y el vestuario de Viviam Bárzaga y Katia Rionda, que se erige aquí como otro personaje, en tanto caracteriza y, mejor aun, define las personalidades.
Claro que en una obra de este tipo, en la que el diálogo estructura y sostiene todo el peso dramático, las actuaciones son todavía más importantes, si es que pudieran establecerse tales deslindes en el teatro.
Mario Aguirre condensa y resume en este papel medio siglo de fructífera carrera, en la cual —aunque más (re)conocido por sus roles cómicos— ha animado todo tipo de seres, desde los clásicos hasta los contemporáneos, abordados generalmente con energía y gracia.
La sala que ahora acogió su desempeño lo proyecta a una dimensión simbólica, de verdadero homenaje, por cuanto el actor se desempeñó durante mucho tiempo en la compañía fundacional que allí radicara: la desaparecida Teatro Estudio.
Al principio se llega a temer que su gay sarcástico y hasta cínico aterrizara en el estereotipo de la afectación y el excesivo amaneramiento; pero a medida que avanza la trama nos percatamos de que se trata solo de un mecanismo puramente defensivo —y hasta agresivo— de quien ha tenido que enfrentarse durante años a las incomprensiones y los desengaños, de modo que a partir de la mitad del relato su personaje crece, se complejiza y así se comporta en los enfrentamientos a su joven antagonista. Este fue asumido por Alberto González, en un trabajo también sensible y lleno de convicción, por cuanto en gran parte del desarrollo debe enfrentarse a un «contendiente» con la experiencia y la sapiencia escénica de Aguirre.
Obra para la reflexión y el análisis, de esas que «se llevan a casa» una vez finalizadas, Las heridas del viento significó todo un acontecimiento dentro de la temporada teatral y otro punto a favor de la Compañía Hubert de Blanck.