Es innegable el poder de esta película valioso y necesaria. Autor: Internet Publicado: 21/09/2017 | 06:04 pm
No es que Vestido de novia selle el esplendor de la cinematografía nacional luego de Conducta, Meñique, Venecia, La pared de las palabras (ahora en salas nacionales de estreno) o La obra del siglo, filme inédito en Cuba, de Carlos Machado Quintela, recientemente premiado en el festival de Rotterdam. Sin embargo, la ópera prima de Marilyn Solaya demuestra tres esquinas muy encomiables de su empeño: el arresto y la nobleza capacitados para exponer, con hechos casi testimoniales, el arraigo de la homofobia en la Cuba de los años 90 del pasado siglo; la indiscutible (re)colocación de Laura de la Uz, Isabel Santos y Luis Alberto García entre los mejores intérpretes cubanos de las últimas tres décadas, y la creciente necesidad del discurso femenino que despoje al cine cubano de ciertas inclinaciones falócratas.
Es innegable el poder de esta película valiosa y necesaria, sobre todo en su primera parte, para identificar al espectador con la historia y los personajes, dentro de un fluir narrativo que logra inquietarlo y motivarlo. Poco más que convincentes resultan también la recreación de La Habana de los 90, o el cuestionamiento en sordina de las «ventajas» de la feminidad a partir de constatar los agobios domésticos, el cuidado de un padre anciano, y la dificultad para la realización profesional cuando se trabaja como enfermera y solo se encuentra espacio para la expansión espiritual en un coro masculino.
Pero entonces aparecen los descarríos del argumento cuando aparecen y se desarrollan los personajes de Mario Guerra y Jorge Perugorría, a través de temas aledaños como el desvío de recursos en la obra de construcción, o ciertos apuntes sobre las diferencias de clases y estatus. Ambos personajes terminan expresando cierta confusión de conceptos en cuanto a la denuncia (necesaria) del machismo, la violencia de género, o la homofobia, y la más abierta androfobia en tanto los dos personajes están llamados a cuento solo para representar cierto tipo de masculinidad afianzada en la doble moral, el delito y el sexismo.
Perugorría y Guerra se ocupan de interpretar lo mejor que pueden a malvados tan irredentos, que por momentos la película parece una diatriba de odio visceral, irreflexivo, contra lo que suene a machismo, entendido cual catástrofe existencial y nunca desde la perspectiva de construcción cultural enraizado en la ascendencia hispana y la civilización judeo-cristiana. A tal punto llega el empeño de la realizadora y guionista por evidenciar la victimización de los protagonistas, homosexuales, travestis o transexuales, que en la segunda parte de la película pareciera que se olvida un tanto la defensa del derecho de cada quien a identificarse con las actitudes sexuales que le plazcan, para condenar las actitudes de todos estos machos detestables, crueles, violadores, homosexuales reprimidos, ladrones o aburguesados. Conste que las actitudes de los dos personajes mencionados están arropadas por un grupo grande de otros varones que reprimen, golpean o insultan a los protagonistas.
La película demuestra el arraigo de la homofobia en Cuba de los años 90.
El único varón del elenco que se salva de la condena sumaria, cuando el pobre hombre logra vencer sus naturales prejuicios y limitaciones, es la pareja de la protagonista, alguien que simboliza la masculinidad asertiva, protectora y sólida. Luis Alberto García vence uno de los más tremendos retos presentado a cualquier actor: darle cuerpo, rostro y espíritu a un hombre común, honrado, generoso y vulnerable, en la misma cuerda que aquellos hombres sencillos y honestos del neorrealismo italiano, o algunos protagonistas de los filmes dirigidos por los hermanos Dardenne o Aki Kaurismaki. Este hombre resulta ser la mitad de una hermosa historia de amor enturbiada por un epílogo confuso en tanto Rosa Elena desdeña la propuesta de su pareja, y opta por una vida cuyos objetivos y propósitos parecen brumosos, incomprensibles.
Pero antes de llegar a la inconsecuente decisión de la protagonista, hacia el final de la historia, la película atraviesa varios momentos de falsedad ostensible (algo grave en una obra dedicada a conmover conciencias y divulgar ideas) sin dejar de regalarnos algún momento brillante, momentáneamente distanciado de la prédica esquemática y moralizante. Laura e Isabel interpretan un dúo memorable, que será recordado durante muchos años. Pero casi todo el tiempo el espectador pudiera perder de vista a los personajes, y sus dramáticos conflictos de identidad, en tanto está disfrutando el oficio de estas dos espléndidas actrices. La justa fama y el prestigio bien ganado de ambas opera en contra de la credibilidad necesaria para una película que debió afianzarse en el verismo y la naturalidad de sus personajes no solo en un nivel sicológico o introspectivo, sino también en el ámbito de lo físico y externo.
Laura de la UZ e Isabel Santos interpretan un dúo memorable.
A pesar de todo, Rosa Elena y Sisi se cuentan entre los más espectaculares personajes de Laura e Isabel, sobre todo porque la primera tiene que llorar y sufrir sin cesar a lo largo de 45 o 50 minutos de película, y todo ello sería casi inaguantable para un espectador saturado de desventuras si Laura desatendiera la autenticidad más total en el momento de decir cada frase y derramar cada lágrima. Otra cosa son las inconsistencias del guión, o del diseño de personajes, que la coloca en situaciones ajenas a sus posibilidades ya no histriónicas sino físicas. Isabel opta por la refrescante caricatura, y eleva el alcance de una película demasiado comprometida con el patetismo y el desamparo de sus protagonistas.
El monólogo de Sisi ante el anciano que se niega a comer deviene epítome conceptual del filme (gracias también a la gracia y el completo dominio de la actriz) en tanto resume la esencia de reafirmación y triunfo de la diversidad sexual. Lástima que la epifanía de Sisi se vea continuada por el irrefrenable descenso al infierno de la propia Sisi y su amiga Rosa Elena al averno de intolerancia y represión en que se ven envueltas. Atención: en ningún momento estoy afirmando que la realidad se apartara de acontecimientos como los descritos por el filme, solo quise referirme a ciertas improcedencias dramatúrgicas y al punto de vista antiguo, en tanto el filme acumula numerosas situaciones similares, presenta un esquema de buenos y malos demasiado simple, e insiste en la representación del homosexual en tanto víctima inerme, mancillada, incapaz de defender sus opciones de vida.
Por último, apuntar que aunque el título y el afiche se refieran a un conspicuo poema de Norge Espinosa al que ni siquiera se alude en el filme, y por tanto título y afiche quedan como en el aire, desanclados de su primigenia significación, Vestido de novia tal vez será recordada como la película cubana que a principios del siglo XXI hizo los méritos que menciono en el primer párrafo y actualizó cinematográficamente el tema de la intolerancia a la diversidad sexual. Semejante tarea culminó en una obra atendible gracias al apasionado compromiso de su autora y a la enorme profesionalidad de los implicados, entre los cuales destacan por supuesto los actores, y el rango estético que le confiere a la banda sonora la participación del coro Sine Nomine.
Porque Marilyn Solaya ha realizado una película que, a pesar de todos los defectos aquí expresados, cumple con aquella condición de convertirse en espejo nítido de un largo y angosto camino. El reflejo que logra captar la realizadora cumple con la descripción de Eliseo Diego en aquel poema que dice, en una de sus estrofas: «el espejo de óvalo limpio contempla un solo movimiento que hace la rama del álamo, cuando a veces golpea en los cristales. Todo lo demás: el rojo de las cortinas, la mesa y el hombre, hace posible al espejo en su contemplación de la sombra levísima. A veces esto se interrumpe, y sopla un poco de pavor por la estancia, cuando el espejo mira».