La intensa labor del GES fue más que taller, escuela, música y cine. Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:26 pm
La Cinemateca de Cuba ha tenido la feliz idea de organizar un programa homenaje al Grupo de Experimentación Sonora del Icaic (GES); charlas, exposiciones y una programación fílmica con documentales relacionados con esa enriquecedora experiencia musical-cinematográfica sin precedente (ni continuidad, que sepamos) en el mundo, tuvieron lugar por estos días, enmarcados en los 40 años del Movimiento de la Nueva Trova del cual ese colectivo, como se sabe, fue también pionero.
El hecho de que nuestro cine, a partir del período revolucionario, contara con un ensemble destinado a trabajar directamente para las bandas sonoras de los filmes que se iban realizando, es algo insólito. El GES fue esa célula, ese taller (como certeramente se le ha calificado) fundado por el entonces director del Instituto de cine en Cuba, Alfredo Guevara, y por quien lo guiara durante su primera gran etapa, el maestro Leo Brouwer.
Claro que la creación y desarrollo del grupo respondió a todo un movimiento generado en torno al departamento de música del Icaic, que nucleó en sí a la vanguardia cubana de la época; músicos como el mismo Leo, Carlos Fariñas, Harold Gramatges, José Ardévol, Roberto Valera, Juan Blanco y otros que se fueron incorporando después, dieron su aporte individual a muchos de nuestros primeros filmes, y en algunos casos, tal labor se extendió durante varias décadas.
Pero el trabajo del GES, bajo la batuta de Leo, significó lo realmente novedoso y único, por cuanto se trató de un conjunto de talentos en función de filmes concretos; se sabe también que el grupo fue mucho más allá, por ejemplo, dentro del área específica de la música cubana, en tanto colectivo-madre (o padre) del Movimiento de la Nueva Trova, lo cual significara consolidación y formación de esos integrantes, quienes salieron fortalecidos y preparados para emprender su propia obra, respecto a criterios de composición, orquestación, interpretación incluso, que aportaron mucho en esas esferas, aun con las limitaciones materiales que tuvo que afrontar durante los siete años que, aproximadamente, abarcó su vida artística (1968-1976).
Mas, lo específico-fílmico que significó su variopinta e intensa labor, figura entre las conquistas indudables que lograron no solo para el cine o la música, unidos o separados, sino para la cultura cubana toda.
Un trabajo muy singular, y poco estudiado, ha sido la empresa de musicalización de los animados, en la cual brilló el clarinetista Lucas de la Guarda, uno de los primeros «emplantillados» en la nómina del GES; solo (sobre todo después de desintegrado aquel) o con el respaldo de sus compañeros, el también compositor se lució, y así nuestros nuevos «muñequitos» recibieron un tratamiento sonoro esencial, hasta llegar a una de las piezas más populares dentro del género, en este caso escrita y cantada por Silvio Rodríguez: el tema para la serie animada Elpidio Valdés, de Juan Padrón, dentro de la cual uno de los personajes «doblaba» temas concebidos por Pablo. A propósito, se trataba de un mambí con semejanza tipológica al trovador, por lo que todo indica que se le hacía con ello un simpático y afectuoso homenaje.
El documental no se quedó detrás; muchas canciones que en aquellos años se tararearon sin que algunos conocieran su procedencia real, fueron escritas especialmente para las bandas sonoras de algunos filmes facturados por Rogelio París, Jorge Fraga y otros.
Por ejemplo, No tenemos derecho a esperar (1972), del primero, acompañó sus expresivos fotogramas en torno a la obra constructiva que se llevaba a cabo en la época, con piezas escritas y cantadas por Silvio Rodríguez, Pablo Milanés y Eduardo Ramos con el GES (Canción del constructor, La nueva escuela, etc.), o en el homónimo de esa segunda pieza, dirigido por Fraga, al que se incorporó Sara González (aportando la rítmica y hermosa De padres a hijos juntos a la Revolución).
La vibrante cantautora colaboró asimismo en otros documentales, escribiendo sus piezas-temas, tales como El programa del Moncada (1973), además de «lalalear» la rítmica música concebida por otro de los integrantes del GES, Sergio Vitier, para un interesante filme de entonces, en este caso de ficción: De cierta manera (1974), de la malograda Sara Gómez.
Un año antes, el grupo, mediante uno de sus principales solistas, Silvio, produjo una de las más hermosas piezas concebidas para nuestras bandas sonoras: El hombre de Maisinicú (1973), canción-tema del filme homónimo dirigido por Manuel Pérez.
El vuelo letrístico y tímbrico de esas obras, aun cuando discursaban sobre temas relacionados con la historia remota o más reciente y las nuevas empresas sociales que desarrollaba la Revolución, las alejaba del panfleto y el consignismo en que autores menos sensibles y cuidadosos hubieran caído.
Como los primeros meses del GES simultanearon la creación con el aprendizaje, las clases impartidas por Leo y los profesores Juan Elósegui (primer viola de la Sinfónica) o Federico Smith, tributaron a sus integrantes no solo los rudimentos de la orquestación y la armonización, sino que ampliaron notablemente sus marcos referenciales; es por ello que se habló en más de un caso de «creaciones colectivas», y por lo que puede encontrarse en los discos y filmes del grupo elementos de ritmos y géneros foráneos como, digamos, la samba y el bossa brasileños (una de las influencias más notables y enriquecedoras), el jazz y su tendencia contemporánea entonces (el freejazz), el rock, la trova tradicional, la música clásica o la canción pop, donde los Beatles y otros importantes grupos avant garde de la época resultaron una espaciosa fuente.
Respecto al trabajo concretamente cinematográfico, y aun con las abultadas agendas de conciertos, discos y las actividades propias de los músicos, varios de los más destacados integrantes de Experimentación Sonora continuaron realizándolo, unos con más frecuencia y sistematicidad que otros, pero los que se sintieron tocados por tan apasionante don, no han podido abandonarlo.
Su líder, Leo, prosiguió en esa labor, en la cual es pionero, prácticamente hasta hoy, al punto de que el cine cubano le debe algunas de las más exquisitas partituras para nuestras bandas sonoras; Sergio Vitier afianzó su colaboración específicamente con Octavio Cortázar (entre los primeros cineastas que se acercó al GES) y se convirtió en uno de los más virtuosos y originales músicos para el cine; Silvio aportó, por ejemplo, el tema del único filme de ficción de Santiago Álvarez, después de que el maestro nutriera sus documentales y noticieros con la obra del grupo: Solo el amor, para Los refugiados de la cueva del muerto (1983), además de escribir canciones para Como la vida misma (1985), de Víctor Casaus, mientras Pablo concibió la canción-tema de Una novia para David (1985), de Orlando Rojas: la muy popular y hermosa Ámame como soy, que interpretara magistralmente, como siempre, la inolvidable Elena Burque, así como toda la música incidental del filme Gallego (1987), de Manuel Octavio Gómez, basado en la novela homónima de Miguel Barnet.
De modo que el Grupo de Experimentación Sonora del Icaic fue no solo taller, escuela, música y cine, sino esa semilla de donde nació un árbol que aún regala frutos.