Humberto Arenal, premio nacional de Literatura. Autor: Roberto Suárez Publicado: 21/09/2017 | 05:17 pm
Si lo que afirman las síntesis biográficas es cierto, hace apenas 12 días que el relevante escritor y dramaturgo Humberto Arenal, premio nacional de Literatura, le ganaba un año más a la vida, y nos daba la alegría de acompañarnos con su honda sabia, con su pensamiento lúcido, con su creatividad infinita.
Este jueves falleció en esa Habana que él tanto amaba, el autor de títulos imprescindibles como El sol a plomo —considerada la primera novela de la Revolución Cubana—, Los animales sagrados y ¿Quién mató a Iván Ivanovich?
Hijo de un técnico en ferrocarriles y una maestra de escuela primaria, el descendiente pródigo que fue Humberto Arenal, desde pequeño mostró imaginación y sensibilidad por la cultura. Por eso, contrario a lo que pensaban sus progenitores se consiguió un empleo y estudió con ahínco el idioma inglés, creyendo que se convertiría en cineasta en Nueva York, donde logró ganarse la vida, según le contó a Juventud Rebelde en el año 2008.
Esta constituyó una etapa definitiva en su fructífera existencia. En aquel país hizo estudios de periodismo, cine documental, también de dirección, actuación, dramaturgia teatral, voz y dicción... Pudo haber permanecido en tierra norteamericana, pero no quiso. «Cuba era mi patria, conocía bien su ejemplar historia, sus luchas a veces precisamente por la injerencia de los Estados Unidos. Por eso cuando surgió el Movimiento 26 de Julio sentí que esa lucha en parte era la mía.
«Cuando Fidel fue a Estados Unidos, en abril de 1959, viajé a Washington, hablé brevemente con él, y averigüé muchas cosas que puse en una crónica que escribí. Esto enfureció al director, discutimos y terminó despidiéndome. Creo que me hizo un gran favor. Fundé la oficina de Prensa Latina en Nueva York a pedido de Masetti, su creador. El 15 de agosto de 1959 volví con mi familia a Cuba. Se había cerrado para siempre un largo ciclo importante de mi vida».
Una vida que le permitió escribir parte del guión de Historias de la Revolución, primer largometraje de Tomás Gutiérrez Alea; y dirigir tres documentales. Después encontró otro de sus grandes amores: el teatro. Así llevó a las tablas, con pasión, la obra de quien él llamara «el genio del teatro cubano», Virgilio Piñera. Estrenó El filántropo y Aire frío, luego puso en escena Jesús, empezó a montar Dos viejos pánicos... Hasta que se consagró el gran escritor.
Y es que le fascinaba contar historias, «que siempre resultan un vago reflejo de la realidad. Negarlo sería traicionarme a mí mismo. La vida está llena de maravillosas historias y me fascina contarlas». Por suerte, quedaron en blanco y negro, como muestra de lo que representa un creador genuino que quedará por siempre en un lugar de honor de la cultura cubana.
Ahora recuerdo que cuando conversamos le pregunté cómo sería el rastro que le gustaría dejar. Me respondió con el final de un poema suyo de hacía algún tiempo: Soy el uno y soy el otro/ cómo no ese soy/ al que le llevan la mala cuenta/ y el otro/ no lo olviden/ por favor/ el que dio también/ lo mejor de sí.