Siempre ataviada con botones de vivos colores, Bertha enarbola un arsenal de lecciones de vida que limpian al alma de la ciudad. Autor: Miguel Rubiera Publicado: 21/09/2017 | 05:14 pm
SANTIAGO DE CUBA.— Al principio fueron el sueño y la imaginación fértil los que le sirvieron como único escape de la pobreza a aquella negrita, gordita y graciosa, que desde pequeña admiraba el vocerío de aquellos pregoneros que con sus mil mercancías poblaban la plaza Dolores.
«El pregón a mí me gusta creo que desde que nací. Mi tía, con quien viví hasta los 13 años, me mandaba a comprar el carbón. Yo cogía la lata, se la dejaba a Juan el carbonero en el Callejón de Gata, y me iba corriendo hasta la plaza Dolores a mirar cómo los vendedores pregonaban».
Hoy es la consumación del anhelo. Cual reina en su trono, desde la esquina de la Plaza de Marte, que es su lugarcito; recorriendo Enramadas, Aguilera o el Parque Céspedes, conquistó el corazón de la ciudad con su gran cesta de cosas a la cabeza, sus botellas de un preparado con nombre sonoro: Parapipigalonea, hecho con raíces, cáscaras y hojas de plantas que —insiste— «limpia todo», y el verso ágil y hasta picante a flor de labios.
Ríe alto y con ganas, y lo mismo con la frase enérgica, que con la jarana o la anécdota, defiende la tradición y los valores de un entorno del que es síntesis.
«Pregono desde hace más de 20 años. Nunca me ha gustado que nadie me mantenga; el trabajo no mata a nadie. Yo trabajé casi 50 años en círculos infantiles y he caminado todos los montes cercanos: trillé café, estuve en la caña y la construcción, sembré árboles en los alrededores de la ciudad, sembré café caturra en Campo Rico, Tercer Frente; estuve en Naranjo Agrio recogiendo café. Y luego cogí mi canasta y salí a la calle».
Desde entonces Bertha Lidia Hechavarría Heredia, para Santiago Bertha la Pregonera, cubre todos los días la distancia entre el poblado de El Caney y el centro de la urbe, entonando su auténtico pregón.
«El pregón es ahora una tradición porque la gente dejó de entonarlo. En las cosas hay que hacer hincapié. Si yo no hubiera sido así, hoy no sería pregonera».
—Hoy mucha gente pregona…
—No, la gente no pregona; la gente dice cosas. Muchos repiten lo mismo. El verdadero pregón tiene su significado. El pregón hay que cantarlo y el verso debe decir para qué sirve lo que tú vendes. El pregón es para que aquella persona que no puede salir de su casa compre en su puerta o en la esquina».
Siempre ataviada con batones de vivos colores, vuelos y bieses; con pulsos y collares sonantes y el turbante bajo la cesta, Bertha enarbola un arsenal de lecciones de vida que limpian el alma de la ciudad y parecen detenerla en el tiempo.
«Soy una persona a la que no le gusta la mentira: la verdad por sobre todas las cosas. Tú no te puedes poner a engañar a las personas, porque quedarás como alguien que no tiene palabra.
«Yo me crié con rectitud y no me gusta la gente culebreando. Uno tiene que darse a querer por todo el mundo, y hacer el bien; porque tú no sabes en la vida quién te va a dar la mano».
«He pasado mucho y he luchado mucho. Al triunfo de la Revolución estaba en La Habana buscando trabajo y me sumé a las tareas; cuando la Campaña de Alfabetización, cuidé en mi casa a seis muchachitas… y otras cosas que nunca digo, porque no me gusta alardear de lo que era entonces un deber hacer».
De su abuelo mambí, Basilio Heredia; de su abuela, que hablaba el francés y el «patuá», y de su madre, aprendió Bertha a extraer medicinas de las plantas. «Mi mamá me llevaba a arrancar las raíces y me decía: recoge tantos palos, tantas hojas, tantas cáscaras… Así, siempre mirando, siempre cerca de ella, aprendí a juntarlas».
—Como premio a su constancia en la defensa de nuestra cultura, la Casa del Caribe le entregó su Premio Internacional la Mpaka. ¿Es este el reconocimiento que esperaba Bertha de su tierra?
—El que bien hace, bien espera. Yo siempre dije: si la naturaleza cree que yo me merezco algo, llegará. Y esperé. Ese premio es para mí una cosa sagrada y muy sentida. La gente que lo creó es sana y de buen corazón, y cualquier cosa que se haga con idea del bien, no hay mal que entre. Lo que importa es el corazón limpio, el buen pensamiento.
Luego alza su cesta y con la mejor de sus sonrisas, parte. En pos de una ciudad que, como su propia vida, es más suya en cada pregón.