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Un profeta marginal y el estruendo japonés

La película francesa Un profeta y la española Mapa de los sonidos de Tokio son dos propuestas maduras y logradas que el espectador no puede dejar de ver

Autor:

Joel del Río

EL rasgo esencial e imprescindible para que alguien se ponga a escribir un comentario sobre una película, exactamente sobre dos, como es este caso, debiera relacionarse con la capacidad del escribiente para ver en ellas algo distinto a dos horas de esparcimiento en una sala oscura. La francesa Un profeta y la española Mapa de los sonidos de Tokio me parecieron lo suficientemente provocadoras como para llenar un espacio en este periódico, y compartir con quien me lea los contradictorios movimientos descritos por el pensamiento mientras presenciaba el vaivén de estas dos historias de amor, aunque una lo parezca más que la otra.

Comencemos por la historia de amor más evidente. Una de las grandes y elogiadas cineastas españolas de la actualidad, Isabel Coixet (Cosas que nunca te dije, Mi vida sin mí, Elegy) intenta, con bastante fortuna, poetizar el melodrama, tantear el vínculo entre el thriller y el cine romántico, y enriquecer los índices del contexto en que se mueven estos personajes desolados, casi siempre incapaces de sentir algo tremendo, quienes cuando logran sentirlo, entonces resultan incapaces de compartir la pasión que los angustia.

Coixet expresa ahora, en todos y cada uno de sus fotogramas, su asombro extático con la cultura japonesa, y al mismo tiempo va hilando el romance improbable entre una asesina a sueldo, que se cubre con el trabajo diurno en un mercado de pescado, y un español inmigrante que vende vinos y ha perdido a su novia.

Digo improbable porque apenas importan aquí la credibilidad de la anécdota, que es mínima, ni mucho menos la improbable identificación del espectador con alguno de los personajes. Esta es una película de atmósferas sonoras y visuales. La única lógica es la impuesta por las sensaciones, los colores, la banda sonora… pues la directora intenta más contagiarnos su embeleso con Tokio, su bullicio y sus silencios, que contarnos una historia de amores desbocados, violentos y casualidades terribles.

Esta es una película para disfrutar viendo y escuchando, para sentirla, y no para creerla, pues la cineasta quiere compartir con nosotros una fascinación que siente desde muy joven, gracias a los relatos de Yukio Mishima y Haruki Murakami, dos de sus escritores de cabecera.

Ayudan muchísimo a que penetremos en el juego que propone Isabel Coixet el trabajo de filigrana con la banda sonora (que es gloriosa, en sintonía con el título de la película), la sombra benévola del estilismo emotivo y ralentizado que ha impuesto en el cine contemporáneo Wong Kar-wai (In the Mood for Love), la expresivas texturas de colores, luces y sombras conseguidas por el fotógrafo Jean Claude Larrieu, y la actuación extrañamente naturalista de Sergi López, en una película tan sofisticada y (en el buen sentido) también artificiosa. Artificio al cual contribuye gustosa la hierática y autoconsciente interpretación de Rinko Kikuchi, actriz japonesa nominada al Oscar por Babel.

En contra de esta película actúa, sobre todo, el narrador-personaje, cuya funcionalidad dramática jamás estuvo clara, ni logra establecerse por más que se presente como conocedor del secreto que rige la extremista historia. Además, está esa cierta tendencia, molesta en ocasiones, a la estetización ritual de los movimientos y las composiciones que deriva en impostura, en pose gratuita, antinatural, que poco aporta a un género concebido para emocionar y convencer. Sin embargo, a nadie debe quedarle dudas de que Mapa de los sonidos de Tokio es una película madura, lograda, con varios pasajes realmente inspirados.

En cuanto a Un profeta, escrita y dirigida por Jacques Audiard, sobran del todo las insinuaciones que pudieran polemizar en relación con su calidad. Está considerada, sin discusión, entre los mejores filmes franceses del último lustro. Muchos críticos la comparan, haciendo alarde de escasa imaginación, con Uno de los nuestros, Shawshank Redemption, Caracortada o El Padrino, como si todas las películas que pulsen temáticamente el marginalismo, la violencia y las prisiones tuvieran que ser analizadas en función de referentes norteamericanos.

En la película hay un joven árabe (brillantemente interpretado por Tahar Rahim), quien es encarcelado para cumplir una pena de seis años. Dentro del penal, los miembros de la mafia corsa lo obligan al asesinato si quiere salvar la vida.

Por la sinopsis, se sabe que estamos en presencia de un thriller, pero carcelario en vez de romántico, y luego de verlo se sabe que dista de parecerse demasiado a ninguna de las películas mencionadas, porque Audiard evade los formulismos genéricos, sin abofetearnos con el realismo excesivo banalmente escandaloso, y lejos de la petulancia elitista atribuible a cierto cine artístico y de autor.

Un profeta es una película que, como todas las grandes, resulta difícil de definir, porque sus significados principian y concluyen en sí misma, en tanto presenta, a saber, una experiencia de vida elocuente, insólita y conmovedora. Y a ello se debe el enorme éxito que tuvo dentro y fuera de Francia.

Porque además de un drama carcelario narrado con perfecto sentido del ritmo, el filme presenta, sin obviedades ni esquematismos, su metáfora sobre las vidas condenadas, sobre las sociedades contemporáneas vistas en conjunto cual prisiones donde, al parecer, todos estamos obligados a lesionar la ética para sobrevivir.

Lejos de prejuicios clasistas, raciales o sexuales, Audiard nos entrega esta película coloquial, sólida como un templo, y convincente en todos sus detalles, sobre todo si el espectador consigue acompañar en su itinerario a este ángel caído, y entender plenamente que la redención alcanza para todos, cualquiera sea el tamaño de la culpa.

Saludada por el festival de Cannes, los premios César, los críticos, el público en general, y sobre todo bienvenida por los inmigrantes de origen árabe radicados en Francia, en tanto les aportaba el reflejo cinematográfico de héroe icónico reconocible, humano y épico, comprensible y dinámico, Un profeta nos obliga a poner la vista y la inteligencia sobre realidades terribles, y en medio del infierno, descubre la iluminación latente en ciertos y muy contados gestos humanos.

A pesar del crimen, la cárcel, la violencia extrema y las vejaciones que acechan, la esencia humana de este hombre se las arregla para permanecer alerta, intocada. Crear un personaje así de trascendente es virtud reservada a las grandes películas. Un profeta se cuenta entre ellas.

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